Se nos olvida que los seres humanos estamos viviendo sobre una bola que flota, rotando, entre una ignota masa oscura. Esa teoría actual de que el planeta no es una bola, es un plano, convierte el viaje en algo literario; entonces, estaríamos sobre una alfombra voladora. Lo cierto, es que los seres humanos de pie, estamos, sin darnos cuenta, bajo una infinita intemperie, pegados a la bola -o sentados en la alfombra, qué más da- con la cabeza en permanente peligro. Peligro, también, por las ideas que la mente amasa dentro de la bola del cráneo, que flotan a su manera y percuten y nos hacen viajar por pensamientos, a veces, terribles. La vulnerabilidad de nuestro existir al aire libre la hemos paliado desde que tenemos conciencia tapándonos con una hoja, un tronco seco o al refugio de una cueva; aún dentro, en cualquier momento, se podía desprender un trozo de techo o caernos, sin previo aviso, el garrotazo de otro ser humano.

Hace unos días, en la prensa, se relataba que una mujer se había despertado sobresaltada porque había caído “una piedra” sobre su almohada, después de traspasar el cristal del lucernario de su dormitorio; junto a su mejilla estaba parado -y aún caliente- un meteorito del tamaño de una naranja. La pelota de hierro había ido a reposar en aquella almohada después de recorrer infinitos mundos celestiales. Hace años, en la prensa se relató el suceso de un hombre que iba conduciendo su coche cuando un meteorito rompió el vidrio delantero y le quebró el dedo meñique de su mano derecha. Llamémosles cariñosamente coscorrones, ¡cuántos golpes nos han caído en la vida sobre la cocorota, maternos, paternos, educadores o callejeros, advirtiéndonos de que habíamos orbitado mal! Sincronías meteóricas.

Mi experiencia más grande con esos objetos caídos del cielo fue en un país casi infinito, Namibia. Junto a mis tres compañeros de viaje, galopando por los paisajes espectaculares, la vista se ampliaba como nunca, queriendo retener las formas y colores inéditos. Muchos kilómetros sin ver a ningún ser vivo, nada más que un horizonte interminable, cuando divisamos un cartel que ponía, “Hacia el Meteorito de Hoba”. Y una flecha a la izquierda de la carretera. Casi nada, cinco horas duró el desvío hasta llegar al meteorito. Hundido en el suelo, estaba aquel pastel de hierro y níquel de 60 toneladas y cientos de millones de años de antigüedad. Según ciertos cálculos, el meteorito debió impactar en la Tierra hacía unos 80.000 años, más o menos. El meteorito Hoba estuvo confinado en una propiedad privada algunos años hasta que el gobierno namibio decidió convertirlo en un lugar turístico. Ese día de nuestra llegada, el anfiteatro que lo rodeaba estaba vacío de visitantes. Subida yo a esa masa metálica, imaginé el impacto cósmico cuando ocurrió aquella mítica caída de un asteroide gigante que acabó con los dinosaurios y otros seres vivos, unos 66 millones de años atrás. A los pies de la gran masa de hierro, apareció una serpiente remolona que se metió en un agujero del suelo; así que yo pensé en aquel suceso bestial, cuando debieron ser las serpientes las que se diversificaron y evolucionaron al refugiarse bajo tierra, creando nuevos estilos de hábitats. Había que seguir el viaje y nos despedimos del meteorito -que estará posado allí hasta el fin de la propia Tierra- e invertimos otras cinco horas en enlazar con la carretera de Grootfontein, para contactar con el pueblo busman, los bosquimanos.

¿Cuántas cosas viajeras del cosmos, cuantos asteroides han terminado aquí su trayecto loco? ¿Cuántos sucesos en la vida nos han caído encima como meteoritos, aplastándonos? Algo viene viajando. Algo susurra un trayecto que se desvía hacia nuestra existencia y, zas, nos tumba. Hay mucho escombro celestial, pedazos viajeros de rocas que no se convirtieron en lunas o planetas. Los grandes sustos humanos o decepciones vienen viajando y nos sorprenden con su impacto. Hace poco, a mí me ha caído un meteorito encima, era un asteroide que venía con trampa. El impacto desveló cierta información soterrada, lo que explica el espejismo de los desiertos verdaderos o de ficción cinematográfica. Nuestra propia Madre Tierra no es una esfera perfecta, es una roca gruyere, horadada por múltiples impactos. El agua de los diluvios bíblicos ha cubierto gran parte de su esponjosa forma y no percibimos muchas de esas oquedades. Así nos pasa a los seres humanos: una vez que un suceso personal o profesional nos hace un buen chichón en la ilusión -o en una expectativa- debemos convertirlo en un depósito de sabiduría. Hay que beberse a sorbos esa agua amarga y degustar los tantos sabores que tiene la vida para nutrirnos con ella.