El diccionario define la inopia como “pobreza e indigencia”, para aclarar a continuación ese dicho, estar en la inopia, como “estar distraído o no darse cuenta de lo que sucede”… En estos tiempos de clarividencia colectiva, en los que miles y miles de seres humanos en el mundo están despertando sus conciencias para percibir el espejismo que nos impregna y distorsiona, se manifiesta con claridad que la pobreza social colectiva convierte a los pueblos en esclavos de un sistema- no solo injusto y perverso- si no en indigentes y faltos de medios para vivir. Encapsulados todos en esquemas, plantillas, creencias, modelos y conceptos, la homologación colectiva nos embrutece, nos distrae y nos inclina a no darnos cuenta de lo que sucede, cuando es la pura vida la que sucede en nuestra percepción espacio-tiempo.

Todos lo estamos sintiendo, en muchos lugares del mundo, en colectivos humanos muy activos, cada día, se denuncian infinitas injusticias, para informar, o cambiar leyes o gobiernos.

El arte siempre tuvo la responsabilidad de plantear preguntas, dudas, revertir los conceptos, romper las estructuras de lo oficial o, sencillamente, zarandear las conciencias hasta estremecernos. Así ha sido siempre en Occidente, desde que la mirada de los clásicos unificó la llamada realidad, los cánones de la armonía y el mensaje. La Madre Tierra, con sus periodos evolutivos en cada lugar geográfico e histórico, ha acogido todos los vaivenes humanos: Ella sí que no está en la Inopia, nos nutre y acoge lo que sucede, hasta lo más aberrante para Ella. Flotando sobre esa Madre fascinante, cada día, en lugares remotos ocurren infinitas cosas: una revolución, una música, una película, unos cuadros, una conversación, una escena encima de un escenario, una denuncia en la prensa, una nueva mirada al Reino Animal, un foro cualquiera en este vehículo llamado Internet. Ese tejido activo nos envuelve y, desde nosotros mismos, nos empatiza a comprender e identificarnos con otros seres humanos. La gesta diaria más sublime es cuando cualquiera de esos seres humanos rompe sus límites mentales, sociales y culturales y permite que el sueño, el deseo y el milagro se manifiesten en él. Eso lo cambia todo.

Para comprender el collage que precede a todo esto, en el espectáculo de danza que ha realizado en Madrid -en Mayo de 2017- mi admirado Alberto Velasco, aparte de esas coreografías potentes para un bailarín de 120 kilos -como se anunciaba- en un momento dado, recuperando el fuelle de la respiración, Alberto nos contó que un abejorro es demasiado gordo para volar con unas alas tan pequeñas para sostenerle en el aire: ese problema de física se solventa cuando el insecto en su inopia, distraído por el intenso olor de las bellas flores, las poliniza con alegría, subiendo y bajando su peso durante toda una jornada con sus alitas.

La verdadera belleza vital consiste en sobrepasar los límites ajenos y propios, jugar con las apariencias y sostenerse en ese limbo propio. No importa la etiqueta que la familia, la sociedad o el momento histórico nos haya prendido en el cogote para bajar la cabeza y obedecer. No importa que nuestra mente haya adoptado durante años un discurso negativo, derrotista y enfermo, sabemos que podemos volar, bailar, crear, escribir nuestra vida. Lo que importa es decidir, posicionarse, liberarse desde ese adentro en donde no puede entrar nadie; y el milagro se realiza. Casi todos los seres humanos están amenazados de una u otra manera por instituciones perversas y manipuladoras. Por lo que a mí me atañe, las mujeres en el mundo entero tenemos una presión y una esclavización del patriarcado, enorme, insoportable y asfixiante; mutilaciones y asesinatos. Las abejorras como yo que, desde hace tiempo, hemos levantado el vuelo con nuestros cuerpos rotundos y la carga que se nos otorgó al nacer, vivimos muchos años en una inopia que -ahora- se ha vuelto consciente. Esa toma de consciencia nos ha llevado, primero, al autoconocimiento y, luego, a una fraternidad universal, arcoiris de luz limpia, que permite pasear entre nubes o desiertos, de la mano de otros seres humanos que se merecen paz, amor, alegría, abundancia y dignidad para sus vidas.

Polinicemos la vida, bailemos, manifestemos con el pensamiento, la palabra y la acción a este cuerpo físico que envuelve lo que Somos…

En mis mundos paralelos, encuentro mayor información y reflexión que en esto que llamamos realidad, donde el caos es la atmósfera, la mentira es la información y la inmediatez del presente, por lo que vemos, no atisba solución alguna a nuestros problemas humanos.

Hace unos pocos días, en este Mayo, florido y hermoso por las interminables lluvias, he podido asistir en Madrid a dos representaciones teatrales de alto y paralelo contenido, textos que despiertan y avivan mi vehemente deseo de una solución fraternal para el género humano: Numancia (sin el cerco) de Miguel de Cervantes y Tierra del Fuego de Mario Diament.

Como en el tema central de la obra Delicia, de Triana Lorite, de la que he sido actriz protagonista hasta hace unos días, la invasión (militar, política o familiar) es una constante desgarradora en el devenir de nuestras vecindades y culturas.

El Imperio Romano cercó, sitió a los numantinos, hasta tal punto que prefirieron extinguirse en masa antes que entregarse. Triste holocausto de una minoría que no encontró acuerdo alguno con un gigante invasor; un Imperio inmenso que practicaba una inercia imparable en su colonización mundial. En la obra Numancia, un puñado de excelentes actores, para un montaje efectista, anclan los versos de Cervantes y la epopeya con rigor y emoción. Quiero destacar a mi querido Alberto Velasco (que nos dirigió en Delicia), multiplicándose en personajes distintos, con esa humanidad física suya que (tanto preocupa a críticos tiquismiquis) ocupa el Teatro Español y, casi, la plaza de Santa Ana entera. Numancia es una tormenta de justicia que aniquila pero dignifica; como yo decía cuando interpretaba a mi personaje Delicia: “una mujer puede ser destruida pero nunca derrotada”. La dignidad de los débiles, de los justos, no la derrota nunca, nada, aunque en los anales históricos se glosen siempre las victorias como perverso y mentiroso resumen.

El encono de Yael Alón, el personaje de la mujer judía de Tierra del Fuego, que interpreta Alicia Borrachero con una pulcritud extrema, adecuada al proceso de su investigación emocional; ese empeño del personaje en su esfuerzo conciliador, para entender a un palestino, un enemigo, preso por un atentado del pasado que la involucró dramáticamente a ella, desarrolla el texto, el embrollo fraternal de Israel y Palestina. Sin poder deshilvanar la mujer, nada más, que el entendimiento privado, personal e íntimo de dos seres heridos, en cierto modo, desde hace tres mil años antes de esta era. Entre los personajes esenciales habla su parlamento desgarrado una herida Gueula Golán, personaje que encarna mi admirada y excelente actriz Malena Gutiérrez. La madre judía es esa pared que no perdona ni tiende la mano a quien sufre tanto como ella.

Y así declamaba yo en los finales de Delicia: “¡¡¡Abraham iba un día por Siria o por Turquía y se le aparece Dios, y le dice que tiene que sacrificar a uno de sus dos hijos, a Ismael o a Isaac… ¿quién será el verdadero hijo de la promesa de Dios? A tu simiente le daré la Tierra Prometida, esa que va desde el río de Egipto hasta el río Eúfrates. Ese es el problema de la Humanidad entera, la Tierra en propiedad. En ese caso, si la simiente es la de Ismael la tierra le pertenece a los Islamistas, pero si la simiente es la de Isaac, la tierra le pertenece a los judíos!!!”

Una promesa bíblica que dividió a unos hermanos para siempre.

Las infinitas guerras han creado rencor, odio y venganzas sin fin entre los seres humanos desde los principios de los tiempos. Solo el perdón mutuo puede restañar, restaurar este pasado terrible, que nos sigue llenando de horror, dolor, desgracias y sufrimientos…