Hace unos días fui al cine a ver el documental “Anatomía de un dandy”, dirigido por Charlie Arnaiz y Alberto Ortega. Una pieza que deberían ver, sobre todo, los jóvenes, para conocer a Francisco Umbral, un personaje indispensable de la literatura española. Tras el visionado, me acordé de una anécdota mía con él. Y de mi vida en aquel Madrid que bullía lleno de creatividad.
La ronda que yo hacía en aquellos años madrileños por los Cafés fluctuaba de lugar para participar en tertulias de poetas o aprender sobre fenómenos extraterrestres o para estar sola -leyendo en un rincón o escribiendo- o quedar para encuentros romances. Entraba yo a un Café y si conocía a alguien me anclaba a su mesa. En los Cafés todo el mundo era, más o menos, bien venido a las lecciones magistrales o a cotilleos recién pescados. O a sorpresas mayúsculas: un día en el Café Gijón, entró un joven que proclamó en voz alta a los comensales ¿quién quiere publicar un libro de poemas? Yo, levanté la mano de inmediato. Aquel generoso joven había empezado a publicar unos libros primorosos, la colección Hiedra de Poesía. A la vuelta de una estancia mía en Roma yo tenía un puñado de poemas escritos en un cuaderno. Se los di a leer a José Matesanz que, enseguida, me dijo que los publicaría; para ello, tuvimos unas cuantas citas previas.
Una mañana, José Matesanz me convocó en el Café Lyon, (al que yo solía ir por las noches, a la tertulia de avistamientos ovnis y cosas así). Al entrar, comprobé que apenas había nadie en el salón. Cerca del ventanal, tieso como una esfinge, estaba sentado Francisco Umbral, sin haberse quitado el abrigo y parapetada su romana cabeza tras una bufanda, blanca. Al irme a sentar cerca del otro ventanal, saludé a la esfinge con un movimiento de cabeza; esas cortesías de antaño, como si el salón fuera un domicilio compartido. A Francisco Umbral me lo habían presentado en varias ocasiones. Su carisma gélido no me permitió ser nunca su amiga, siempre estaba rodeado de aduladores y gente importante. Yo leía sus crónicas en los diarios, el latido snob de la ciudad de Madrid. Yo sabía que estar entre esas líneas ácidas, con tu nombre en negrita, te colocaba de inmediato en el parnaso de los importantes. Así que, he decidido subrayar aquí a los que destacan sobre lo relatado, faltaría más…
Nunca he sido mitómana, aunque sí curiosa por observar a gente famosa y pillar momentos exclusivos. Soy una mirona y escuchadora impenitente, perseverante en la radiografía veraz de cualquier cosa. Después de mi leve saludo, el petrificado Francisco Umbral me devolvió un imperceptible movimiento de cabeza. Yo estaba emocionada, tenía una cita con mi futuro y milagroso editor y miraba la ventana mientras sorbía mi café. Francisco Umbral también miraba por la ventana. Nadie entraba por la puerta. Aunque estaba inmóvil como una roca, el escritor destilaba una energía impaciente.
Los camareros hablaban con unos clientes que estaban al fondo de la sala. Mi timidez, incapaz de establecer una supuesta conversación con aquel tótem literario -famoso por su lenguaje mordaz y su estilo único- me hacía ensayar la forma de tender unas palabras hacia él. José Matesanz se retrasaba y lo que fuera que esperaba Francisco Umbral, también. Yo podría parecer insignificante a los ojos de un escritor de relumbrón pero, en aquella época, mi vida no estaba exenta de peligros, delincuencias y aventuras; crónicas que hubieran engordado con veracidad cualquier novela de Patricia Highsmith o John le Carré.
Cuanto más sumergida estaba yo en mis pensamientos, aquel abrigo oscuro se puso de pie y una voz cavernosa y engolada que salía de la bufanda blanca se dirigió a mí: “¿señorita, si entra alguien buscándome sería tan amable de decirle que he ido a orinar?” Creo recordar que balbuceé un por supuesto mientras el abrigo oscuro y la melena lacada se fueron hacia los lavabos. Mi imaginación me hizo llegar hasta aquel baño, ¿se lavaría las manos Francisco Umbral después de orinar? No hay nada que desmenuce a cualquier diosecillo que imaginarle meando o cagando. Y me quedé sumida en lo que me había encomendado, vigilar la puerta para dar el recado. Ser una señorita nadie en aquel solitario salón me había convertido en la chica de los recados; jopé, yo también era escritora, esperaba a mi futuro editor para publicar mi libro “Cuaderno Romano”.
Siempre me ha fascinado la egolatría ajena; estar camuflada en mis espionajes me ha servido para testar a los que ignoran el mundo sencillo desde atalayas mayestáticas. La soberbia y la altanería tienen una mirada miope. Aunque Francisco Umbral era agudo y usaba sus enormes gafas de parapeto, la fama le había nublado sus pies de barro. Lo que convirtió aquel encuentro incómodo -para mí- en ternura fue que su libro favorito mío era “Mortal y rosa”. Un conmovedor, bello y herido libro, escrito tras la muerte de su hijo. Tal tragedia estaba escondida en lo más profundo del enigma de la esfinge.
En estas, Francisco Umbral volvió del lavabo y al sentarse, me dijo: “¿nadie, señorita?”. ¿Cuál era la pregunta, era yo nadie -una persona insignificante- o nadie había preguntado por él? No recuerdo cuanto tiempo pasó mientras entraron algunas personas y, de repente, como una exhalación, un señor gordote con gafas, que se abalanzó sobre la mesa de Francisco Umbral. Se dieron la mano -esa mano que unos minutos antes había sostenido una virilidad secreta- y mantuvieron una conversación de disculpas y reproches, alternativos. Dejé de prestarles atención cuando entró mi anhelado editor. José Matesanz, venía a explicarme los acuerdos de nuestro contrato literario, insistiendo en que yo debía ilustrar mi libro “Cuaderno romano”, para potenciar su contenido.
El señor gordote con gafas no llegó a pedir ni un café, Francisco Umbral se levantó envarado y, a punto de salir, aquellas gafas de culo de vaso me lanzaron una mirada pequeñita y la voz cavernosa me dijo: “gracias señorita, al fin llegó este mal educado”. Los días siguientes, estuve leyendo sus crónicas periodísticas, por si el gran mentidero de la corte comentaba algo al respecto; pero nada, nadie tuvo relevancia alguna para el cronista de marquesas, políticos y gentes faranduleras. De escritora a guardiana de orines ajenos, algunos encuentros míos con peculiares seres humanos han tenido -y tienen- sus anécdotas, que se vuelven inolvidables sí coinciden con una efeméride: Así fue, unas semanas después volví al Café Lyon, a firmar el contrato de la publicación de mi libro “Cuaderno Romano” con José Matesanz. Un par de meses después, la presentación del libro ocurrió en la Librería Buchholz, en la calle Martínez Campos de Madrid. Presentado por don José García Nieto, un poeta, un hombre generoso, grande y noble, una gran alma que vive en mi recuerdo.
Al fin, “yo he venido a mi blog a hablar de mi libro”, parafraseando aquella mítica frase de Francisco Umbral en la televisión.