En el amplio bar (dado mi tamaño infantil) de mi padre Lorenzo Andueza, había unas paredes de falso mármol verde que yo llenaba con dibujos de tiza, algunas tardes sin clientes, cuando el sol de poniente se deslizaba hasta mi mano como un guante de luz. No había dinero para cuadernos de buen papel, así que mojaba la pared y dibujaba a lo grande. Me fascinaba; al secar, la tiza resaltaba blanquísima sobre aquel lapislázuli. Así, una y otra vez. Un dibujo tras otro. Hasta que no se quejaban muchos clientes por mancharse el trasero de tiza no me obligaba mi padre a borrar lo dibujado.

Así ha sido durante años, al deslizar mi mano sobre papeles o soportes encontrados, para dibujar, con fluidos distintos, mis fantasías, mis miradas y mis sueños. Los niños dibujan sin cortapisas, sin sentir su torpeza académica. Con naturalidad, explican sus emociones y retratan su entorno. No tener miedo al ridículo es lo que hace libre a un dibujo. Y a la persona. Los psicólogos estudian mejor un dibujo infantil que una confesión deslavazada. Los adultos que sabemos dibujar tenemos que dibujar siempre como niños, a base de dibujar mucho; eso no lo olvido nunca. Siempre me dejo llevar de mi mano libre y trazo líneas, garabatos, manchurreo; atrapo con trazos sueltos esas miradas propias que se instalaron en un rincón de mi memoria, más tangibles que ese instante en el que robé un gesto, una situación o una vibración de color cualquiera. Dibujos mezclados con sueños y deseos. Dibujos. Luego, cuando pinto con óleo y acumulo capas de colores que forman una materia sólida -a veces transparente y a veces compacta- por más abstracta que parezca, debajo, siempre, hay un dibujo. La composición invisible que marca la mirada y que tiene forma e intención. Que permite viajar por un lienzo sin perderse, que convierte una pintura en armonía.

Crear historias, rescatar sueños y ponerlos en movimiento con dibujos es, a la vez, el sueño de todo dibujante y pintor. He recomendado en las redes sociales la película de Isao Takahata, “El cuento de la princesa Kaguya”, por su pureza de líneas y su contenido onírico. Un cuento japonés tradicional. Lo que subyuga en una película así es el dibujo que se mueve, que te traslada al mundo de los sueños y te mete en ellos. Sé que detrás de una película de esta envergadura hay todo un trabajo de equipo, claro, pero en ella late la poesía que ha combustionado a su creador para llevarla a cabo. Al terminar la proyección, la niña que estaba sentada a mi lado estaba llorando, y yo también. Nos hemos reído las dos al darnos cuenta de lo emocionadas que estábamos… Ese es el cometido de un buen dibujo, sorprender, emocionar, registrar la vida y trasformarla…