Este señor bigotudo de la foto se ha materializado estos días en Madrid y Barcelona, en la presentación al público de una biografía apasionante, la vida de Lola Montes, una falsa española que quiso ser reina. Ese libro, escrito por la periodista Cristina Morató, es una investigación profunda sobre el periplo vital de una mujer irlandesa que ocupó muchas noticias periodísticas en su tiempo, inaugurando la definición de “celebrity”, tal y como la entendemos ahora.

James Gordon Bennet fue el editor y dueño del periódico norteamericano más sensacionalista de la época, el New York Herald. Con fino olfato profesional este hombre vendía miles de periódicos con noticias escandalosas. Uno de sus personajes favoritos fue Lola Montes.

Habría que acudir enseguida a una librería a comprar la biografía de Lola Montes, ligeramente novelada, para adentrarse en esa época, en la que la belleza, la astucia y los escándalos de una mujer singular -aparte de mil aventuras- llevó a abdicar al enamorado rey Luis I, su protector, tras causar una crisis política de envergadura en Baviera.

Desde 1843 la lista de periodistas que la criticaron, entrevistaron o conocieron es larga. Les cito a algunos de los admiradores periodistas que escribieron “ríos de tinta” sobre ella y sus escándalos, en Europa y Estados Unidos:

El crítico cultural del Morning Post de Londres. El periodista del Evening Chronicle. Antoni Lesznowski, editor de la Gaceta de Varsovia. Jules Janin, crítico del Journal des Debats. Pier Angelo Fiorentino de Le Corsaire. Gustave Claudin de La Presse. Henri y Alexandre Dujarrier, editor de La Presse. Jean Baptiste Rosemond, de Beauvallon Le Globe. George Henry Francis, editor del Morning Post. El gran Papon. James Grant, corresponsal del New York Herald en Barcelona. Patrick Purdy Hull, editor de San Francisco Whing and Commercial Advertiser. Henry Shipley, editor del Grass Valley Telegraph…

Yo mismo…

Este aterrizaje mío en la época terráquea actual desde, por ejemplo, el año 1853 en que entrevisté a Lola Montes en su casa de New York, me ha conmocionado muchísimo. El espacio tiempo se ha comprimido, no me ha rebajado de peso pero sí me ha estrujado la mente hasta casi volverme loco. Estoy encerrado en un hotel, cada vez que bajo a la calle me conmociono muchísimo. Mi conocimiento del mundo, hasta disolver lo que yo creía que era “la verdad”, me ha posicionado en un lugar increíble: ¿Cómo podría yo relatar a mis lectores cómo se vive en el futuro que es el presente continuo? Por lo visto, lo que les rodea a todos en la calle lo llaman tecnología. Yo, apuntaba en mis cuadernos con lápiz y pluma estilográfica lo que escuchaba y luego ordenaba que mis artículos se imprimieran, gracias a las rotativas, en papel. En estas calles sigue habiendo periódicos, tengo un montón atesorados a mi alrededor. Sin embargo, hay muchos cristales por todas partes que mueven imágenes y letras. No es el cinematógrafo. ¿O sí lo es? Para tranquilizarme, he conseguido algunas revistas en inglés, The Economist, The Atlantic, The New Republic, The New Yorker. Mi desconcierto al leerlas ha aumentado hasta casi desmayarme. Qué barbaridad de época, ¿lo que yo escribía en mi periódico era escandaloso? La Humanidad está inmersa en algo tremendo al que yo no puedo -casi- ni inventar adjetivos. Todo está documentado, pasado, presente, futuro. La documentación -ahora- se posa de inmediato en esos cristales que se mueven. Aunque existen libros, los he visto en algunas tiendas. Lo bueno de materializarme en este lugar -que se llama España- es que leo el castellano y lo entiendo. No me quiero alejar del tema porque si hago filosofía científica me tengo que preguntar si soy un fantasma que me densifico para investigar la actualidad. Me voy a limitar a contar lo que, a duras penas, percibo.

Los periódicos The New York Times y El Páis tienen contenidos muy sesudos y también muchos reportajes superficiales, como los que yo editaba. Todo, salpicado de muchas fotografías de un realismo extraordinario. Aquí todo tiene muchísimo color. El gran periódico que todo el mundo usa se llama Internet. Un buen hombre, que se ha parado a charlar conmigo -dado mi aspecto decimonónico, como ha apuntado- me ha dicho que esa información no se compra en la calle, en papel; es una información móvil en las pantallas esas y que lo abarca TODO. Ese anciano llevaba una pantalla de esas en el bolsillo, pura magia… me ha ayudado a sentarme en un banco, estaba a punto de desmayarme de la impresión… Le he dado el nombre de la periodista Cristina Morató, que me ha traído desde el pasado a la presentación de su libro y a esta época convulsa. Necesito hablar con ella, es la única persona de confianza que conozco. El anciano ha escrito ese nombre en su aparato y me ha prometido que el contacto se hará enseguida. Tengo infinitas preguntas que hacerle.

En mis mundos paralelos, encuentro mayor información y reflexión que en esto que llamamos realidad, donde el caos es la atmósfera, la mentira es la información y la inmediatez del presente, por lo que vemos, no atisba solución alguna a nuestros problemas humanos.

Hace unos pocos días, en este Mayo, florido y hermoso por las interminables lluvias, he podido asistir en Madrid a dos representaciones teatrales de alto y paralelo contenido, textos que despiertan y avivan mi vehemente deseo de una solución fraternal para el género humano: Numancia (sin el cerco) de Miguel de Cervantes y Tierra del Fuego de Mario Diament.

Como en el tema central de la obra Delicia, de Triana Lorite, de la que he sido actriz protagonista hasta hace unos días, la invasión (militar, política o familiar) es una constante desgarradora en el devenir de nuestras vecindades y culturas.

El Imperio Romano cercó, sitió a los numantinos, hasta tal punto que prefirieron extinguirse en masa antes que entregarse. Triste holocausto de una minoría que no encontró acuerdo alguno con un gigante invasor; un Imperio inmenso que practicaba una inercia imparable en su colonización mundial. En la obra Numancia, un puñado de excelentes actores, para un montaje efectista, anclan los versos de Cervantes y la epopeya con rigor y emoción. Quiero destacar a mi querido Alberto Velasco (que nos dirigió en Delicia), multiplicándose en personajes distintos, con esa humanidad física suya que (tanto preocupa a críticos tiquismiquis) ocupa el Teatro Español y, casi, la plaza de Santa Ana entera. Numancia es una tormenta de justicia que aniquila pero dignifica; como yo decía cuando interpretaba a mi personaje Delicia: “una mujer puede ser destruida pero nunca derrotada”. La dignidad de los débiles, de los justos, no la derrota nunca, nada, aunque en los anales históricos se glosen siempre las victorias como perverso y mentiroso resumen.

El encono de Yael Alón, el personaje de la mujer judía de Tierra del Fuego, que interpreta Alicia Borrachero con una pulcritud extrema, adecuada al proceso de su investigación emocional; ese empeño del personaje en su esfuerzo conciliador, para entender a un palestino, un enemigo, preso por un atentado del pasado que la involucró dramáticamente a ella, desarrolla el texto, el embrollo fraternal de Israel y Palestina. Sin poder deshilvanar la mujer, nada más, que el entendimiento privado, personal e íntimo de dos seres heridos, en cierto modo, desde hace tres mil años antes de esta era. Entre los personajes esenciales habla su parlamento desgarrado una herida Gueula Golán, personaje que encarna mi admirada y excelente actriz Malena Gutiérrez. La madre judía es esa pared que no perdona ni tiende la mano a quien sufre tanto como ella.

Y así declamaba yo en los finales de Delicia: “¡¡¡Abraham iba un día por Siria o por Turquía y se le aparece Dios, y le dice que tiene que sacrificar a uno de sus dos hijos, a Ismael o a Isaac… ¿quién será el verdadero hijo de la promesa de Dios? A tu simiente le daré la Tierra Prometida, esa que va desde el río de Egipto hasta el río Eúfrates. Ese es el problema de la Humanidad entera, la Tierra en propiedad. En ese caso, si la simiente es la de Ismael la tierra le pertenece a los Islamistas, pero si la simiente es la de Isaac, la tierra le pertenece a los judíos!!!”

Una promesa bíblica que dividió a unos hermanos para siempre.

Las infinitas guerras han creado rencor, odio y venganzas sin fin entre los seres humanos desde los principios de los tiempos. Solo el perdón mutuo puede restañar, restaurar este pasado terrible, que nos sigue llenando de horror, dolor, desgracias y sufrimientos…

 

Tiza, lápiz, pluma estilográfica, bolígrafo, rotulador, algunas veces plumilla y tinta, esos han sido mis instrumentos ológrafos habituales, para cualquier tipo de mensaje, pensamiento o reflexión, durante toda mi vida. Ah, sin olvidar mis primeras mecánicas, las fabulosas máquinas de escribir. Las Olivettis de mi vida, cacharros grandes, pesados, donde podía aporrear con fuerza las teclas al escribir y darle al tabulador unos embates como si quisiera empotrarlo en la pared…

Y ahora, el ordenador…

Pero vuelvo a los soportes: márgenes de periódicos, servilletas, papeles de envolver, reciclados, cuartillas, folios. Cuadernos, cuadernos y cuadernos. Papeles de todas las texturas, escritos a mano, con letra constante, sin borrador, sin corregir. Catarata secreta. A veces furiosa. Confesionario sin tapujos. Y ese río de cuartillas y folios enviados por correo: cartas. Confesiones que desembocaron en ojos asombrados, emocionados. Últimamente, ojos agradecidos por descubrir un sobre escrito a mano en esos buzones de correos que solo contienen publicidad o facturas. O eso que mi hijo Hugo denominó “cartas bomba”, mensajes personales míos que, la mayoría de las veces, no solo no tuvieron contestación si no que hicieron naufragar para siempre amores o amistades.

Cuando me atasco con los diferentes cibersistemas de escritura al uso, a menudo, suelo confesar a mis jóvenes amigos que yo vengo del pizarrín. Sí, en mi primera escuela de párvulos usábamos pizarrín y una tiza. Y pizarra en la pared, claro. Mas tarde, se usaron aquellos cuadernos, de una y dos rayas, para caligrafía a lápiz, que tan buena letra me conformó para siempre: letra legible que ha ido cambiando con el tiempo, como mi personalidad. Siempre letra de dibujante, porque escribir es dibujar y dibujar es jugar con las formas, con los pensamientos, con las ideas.

Tinteros, plumillas; por eso sigo dibujando con plumilla y tinta china, me encanta ese olor mineral de la tinta, los dedos manchados, el cuidado necesario para no estropear el dibujo hasta que seque…

No he parado de escribir en cuadernos. En ellos están depositados los más honestos, sinceros y escabrosos sentimientos míos. En esos cuadernos he recortado, pegado y realizado infinitos collages con material encontrado, arrancado o sacado de la basura. Una forma diferente de dibujar. De construir arte de papel, hasta caben imágenes tridimensionales. Una forma artística de meditar. Todo cabe en un cuaderno.

Por tanto, queda inaugurado este “Cuadernismo digital”, necesario complemento y forma cibernética de arropar mi web www.juanaandueza.es.

Quién sabe quien leerá esto. No importa. Para cada lector que me lea, mi verdad y mi alma estarán aquí.