La vida es una fuente interminable de donde surgen las ideas que alimentan la literatura, el teatro y el cine. Esa fuente mana constantemente. Algunas veces, al visionar una película o al leer un relato inspirado en la “realidad”, encontramos la semilla de nuestra propia vida y revivimos un suceso que se había quedado oculto en la memoria.

Hace unos días fui al cine a ver la película chilena de Marta Alberdi, “El agente topo” -un documental candidato al Oscar 2021- la historia de un anciano que se infiltra en una residencia de la tercera edad para investigar unos abusos y robos. Al verla, me encontré a mí misma haciendo en el año 2002 un espionaje social en toda regla.

En aquel año, mi hijo Hugo Serra ya había dejado de trabajar -para montar su propia productora, Feng Shui Films- en “El Mundo TV“. En esa productora se habían realizado unos reportajes de investigación que tuvieron bastante éxito, al infiltrarse algunos periodistas en el meollo de ciertos asuntos turbios y punteros, con cámaras ocultas.

Un día, andando yo por la calle, me llamó mi hijo Hugo al móvil para que me personara de inmediato en las oficinas de “El Mundo TV”, solo me adelantó que necesitaban una actriz para un trabajo de investigación que emitiría posteriormente Antena 3. Por lo general, siempre he sido un tanto extravagante vistiendo. Aunque no recuerdo de qué guisa iba yo aquel día, al llegar a aquellas oficinas, bajo la escrutadora mirada de los jefes de aquellos programas, me hicieron una propuesta: convertirme, de un día para otro, en la cándida abuelita de una redactora para recabar información. Un espionaje discreto sobre un asunto de viajes a Lourdes, dirigidos, fundamentalmente, a personas de la tercera edad. De inmediato acepté, prometiendo convertirme en la encantadora abuelita de la periodista: al día siguiente, después hacerme una maleta de ropa modesta y adecuada y convertirme con un buen camuflaje en una dulce abuela, (teniendo entonces yo 53 años), esa joven y yo, nos montamos en un autobús que iba rumbo al Santuario de Lourdes en Francia.

Los temas de las apariciones -llamadas Marianas- siempre me han fascinado. Apariciones telúricas de índole sobrenatural en lugares especiales. Y eso no es baladí; desde hace cientos de años, algunas energías poderosas convocan a millones de personas en lugares concretos. Esa atracción de un lugar llamado Lourdes, (dejando aparte la exclusividad católica y el negocio de ventas de recuerdos) siempre ha tenido un impulso poderoso en ciertas personas: mi propia madre Carmen había hecho -hacía muchísimos años- el mismo tipo de excursión con mi padre, para pedir un restablecimiento de su maltrecha salud, en la Gruta de las Apariciones.

Ya en el autobús, empecé a infiltrarme como una anciana más en el verdadero espíritu que latía debajo del barato precio por ir a Lourdes, a pedir cualquier tipo de milagro a la Virgen. Mi “nieta” grababa todo el rato con una camarita de mano, argumentando que así la familia me vería tan feliz. Los nuevos amigos se apuntaban a saludar al visor cada dos por tres. A los pocos kilómetros de viaje, por la megafonía del autobús, nos dieron una primera charla, en ella, nos ofrecían unos remedios fabulosos para nuestra salud. Al llegar a Donosti (San Sebastián) nos dieron una vuelta por la ciudad en un trenecito infantil y nos hospedaron en un hostal muy apañado. Enseguida, nos dieron una cena frugal con baile incluido. Aquel grupo heterogéneo de personas estaba emocionado. Según investigué, algunos viajeros eran reincidentes, el año anterior habían hecho el mismo viaje. Yo, charlaba animadamente con todos porque ese era mi cometido, informarme. Y facilitar que mi “nieta” grabara, con una cámara oculta en su bolso trucado, las conversaciones. Sobre todo, mi interrogatorio insistía en las razones del viaje y en la contabilidad de los pasajeros reincidentes. En el grupo, había una parte de personas creyentes y otra de personas sufrientes por sus peculiares enfermedades. Los gentiles compañeros elogiaron a mi “nieta” mi garbo danzante, comentando lo espabilada que estaba yo “para ser de pueblo”; puesto que de un pueblo cercano a Madrid (no recuerdo el nombre) habíamos salido para la excursión. Todos eran vecinos de aquel pueblo y enseguida me consideraron “una moderna” por mi conversación, mi buen cutis y el uso de mi móvil. Preguntada por cual remedio de salud iba a yo a pedir a la Virgen, ya apuntaba yo algunas molestias de rodillas en aquellos años: ese era mi milagro esperado, les dije.

En lo mejor de aquella fiesta, se paró la música y nos dieron la anunciada charla. Como por arte de magia, aparecieron un sofá, una cama, unos andadores y unos almohadones y reposapiés, eléctricos; unos armatostes articulados que debían haber viajado en la tripa del autobús con nosotros desde Madrid. Toda una puesta en escena. Ese era el asunto del viaje, la promoción y venta de esos muebles articulados para remediar dolores e incapacidades de movimiento. La periodista-nieta y yo nos dimos cuenta de la gran presión que se ejercía sobre aquellos ancianos, un tanto maltrechos físicamente y mentalmente, para que se compraran algunos -o todos- de aquellos remedios, carísimos, que se podían pagar a plazos, eso sí. Mis interrogatorios para saber si estaban de acuerdo eran sutiles pero firmes. Todo estaba basado en un sistema de marketing muy bien estructurado: advertidos previamente por la organización, algunos pasajeros habían traído sus cartillas de ahorro para hacer el primer pago de reserva. Por la mañana, antes de salir para Lourdes, en el desayuno, nos volvieron a dar una charla aún más coercitiva. Los ancianos convencidos fueron acompañados a distintas sucursales de los bancos que quedaban más cerca, para hacer un depósito económico de reserva. Mi “nieta” y yo, argumentamos que estábamos muy interesadas pero que no llevábamos la documentación adecuada reservar nada y seguimos grabando todo aquel negocio. Eso sí, compramos algunos frascos de masaje que a mí me parecieron que podrían ser útiles para mis rodillas.

Al llegar a aquel lugar de abundantes aguas curativas de Lourdes, vi a miles -sí, a miles- de personas, en sillas de ruedas, en camillas o andando -ayudadas por voluntarios cristianos- para llegar hasta la gruta donde se había manifestado, muchos años antes, una Presencia de Luz, con un mensaje de amor a la niña Bernadette Soubirous (a la que llamaron también Bernardita de Lourdes). El lugar era impresionante, toda la fuerza de los Pirineos y del agua que manaba de diferentes fuentes y en donde algunos enfermos se bañaban con una fe encomiable que les daba la verdadera fuerza de la curación. Yo también llené mis botellas con esa agua pura que me regalaba la montaña. Durante esa jornada, dejé de ser una topo, una espía, para aprovechar para mi la oportunidad de aquel viaje insólito.

En el viaje de vuelta, los ancianos se encontraban muy esperanzados. Un par de señoras me confesaron que se habían vuelto a comprar el sillón de masaje, o la cama, total, se podían pagar en cómodos plazos y nunca estaba de más que sus familiares también fueran masajeados. Como yo había contado que era viuda de un hombre con una vida delincuente (cosa que era similar a tremendos capítulos de mi verdadera vida), argumentaba que no necesitaba nada más que paz doméstica, algunas friegas de hierbas medicinales y los tragos de agua de Lourdes. Mi “nieta”, afirmaba con la cabeza aquellos avatares que yo contaba; en realidad, aunque habíamos dormido en la misma habitación del hostal, dada la premura de aquella aventura, no sabíamos nada la una de la otra.

De regreso, llegamos de noche a la plaza de aquel pueblo, que no recuerdo su nombre. La periodista-nieta y yo, nos despedimos cariñosamente de aquellos compañeros de viaje y nos fuimos a Madrid, a las oficinas del “El Mundo TV”, cumplida, ampliamente, nuestra misión. Las siguientes semanas, se editaron las muchas horas de grabación y cuando se emitió el programa en Antena 3, se pudo mostrar las triquiñuelas de venta y la presión de compra a unos ancianos de salud delicada.

La productora me felicitó por el trabajo, afirmando que “había dado perfectamente el pego” para conseguir la discreta grabación de escenas esenciales. Yo había sido una agente topo perfecta, camuflada entre gente mucho más mayor y con problemas de salud. Personas sencillas que compraron artilugios mecánicos y pagaron un viaje a Francia para depositar en una gruta con una imagen femenina, su esperanza, su fe y sus oraciones, algo que yo respeté absolutamente porque creo en el Poder de Creer, que es Crear, y que Sea.

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