Me pregunto por qué me estoy descosiendo desde hace meses…
La pared abdominal se me ha abierto como una cremallera floja; el resultado es que empujan mis vísceras y tengo un bulto en el vientre. Con paciencia, estoy esperando una cirugía que me “cosa” los dos músculos con una malla. Bien, Maestros de la Costura Clínica hay. Además, a mitad de diciembre pasado, después de una tarde gloriosa interpretando yo al locuelo doctor Bertelsmann, en la divertida presentación del nuevo libro de biografías Reinas de leyenda de Cristina Morató, pasó algo. A la mañana siguiente, me desperté con una mancha negra en la visión del ojo izquierdo. Bastante alarmada, me fui a Urgencias del Hospital Ramón y Cajal de la Comunidad de Madrid, donde me hicieron muchas pruebas, para finalmente diagnosticarme un desprendimiento de retina. A la semana siguiente, un sabio cirujano me cosió el desgarro. Largo reposo y paciencia. El problema posterior es que tengo la mácula dañada, un susto, una molestia visual que me perturba profundamente.
Un desgarro silencioso, como ese dolor que rompe -ya- en el tejido y deshilacha la estructura.
Suele ser el viento el que desgarra una bandera cualquiera, de la paz o de la guerra, a base de sacudidas, cuando el sol ha hecho su lenta labor trituradora y el mensaje, de rendición o victoria, ha caducado. La erosión que nos abraza por todos lados permite en sus huecos la entrada de un molde nuevo. Se traslada la materia de lugar a otro para construir lo presente. Nada perdura desde su origen; ese peregrino tiempo pule y borra y modifica y construye. La voluntad de la vida del planeta compone y recompone lo que existe y la forma se manifiesta, una y otra vez. Somos parte de esas formas: cada cuerpo físico de cada ser humano se regenera en un constante afán de perdurar. La memoria es un depósito inestable, un pozo confuso. Respiramos átomos ajenos, el maná más sutil en este holograma. La conciencia crea la apariencia del cerebro, este órgano está diseñado para mantenerme viva. Desde la célula que crea los tejidos, luego los órganos y todo su sistema, ese organismo que funciona por sí mismo, nos vive. Entonces, lo que creo que es real es una creación propia.
“Miro” mi vida, desde el cabalístico engranaje de la memoria, eso me da identidad. Yo soy eso que he creado, un personaje con muchas facetas. Ahondar en la espeleología propia, esas cavidades donde se esconden monstruos y fantasmas, es la tarea más dura y cansada. Rastrillar sucesos pasados, eliminando espejismos y trampas, promete encontrar el tesoro enterrado. Sé que he llegado al lugar exacto; el cofre muestra una sola esquina brillante. Extraer el tesoro, mientras las arenas del ego se escurren por los bordes y costados no permite que emerja esa forma que -aun intuyendo- no podemos contemplar del todo: el alma.
Los abrigos de mi infancia se modificaban cuando estaban gastados. Un viejo abrigo, que una modista daba la vuelta a la tela para convertir la prenda en un chaquetón, dignificaba la carencia con elegancia. Si soy ahora ese chaquetón de mi infancia modesta -que yo luzco con gracia y fantasía- reconozco que llevo varias reparaciones costureras que no son orgánicas. Mi alma pidió entrar en la materia para investigar la Vida. ¿Qué átomos quedan de aquel cuerpo sanguinolento que apareció en un lugar y en un día del calendario gregoriano? ¿Qué hilo de plata ha construido, ha cosido la estructura de esto que llamo “mi” vida? La mente se construye, se forma, a duras penas con la deformación de la educación y las creencias. Salvados los escollos impuestos, hace mucho tiempo, he tomado mi reestructuración como un trabajo primordial. Arquitectura y Cirugía de daños y estropicios. Después de violentos y devastadores conflictos bélicos se emprende la reconstrucción de las ciudades, cada estrato es un capítulo histórico. Las ruinas son lecturas, los cadáveres, enciclopedias.
La vejez anuncia una vuelta del vehículo a la materia para dejar ese hueco gastado. Lo sensato sería comprender que todo el bagaje que se porta se deja aquí, se libera, para volver a ser nauta celestial. Cada modelo de carro es único y bello por sí mismo, cuesta aceptar que solo es una apariencia que debe volatilizarse. Diferentes traumas y disgustos, algunos golpes brutales, están empotrados en los resquicios del vehículo. ¿Cuándo ocurrió algo que me impactó como un camión sin frenos dejando su huella en mi cuerpo físico? Las heridas ocultas son pequeñas joyas que, por la presión interna, se han convertido en los diamantes que hay que extraer. Con esas joyas hay que hacerse una corona que muestre nuestra divina potestad humana.
¿Qué es lo que no quiero ver de lo que me rodea que ha distorsionado mi lente del ojo? Tantas cosas feas… Ahora, mi visión del ojo izquierdo es submarina, todo se ondula y mueve: la pecera del mundo contiene demasiado plástico, fealdad y barbarie. Lo acepto, pero no quiero cegarme. El ojo derecho enfoca lo que siempre he llamado “mi” realidad, otro espejismo. Mi visión humana es imperfecta. El verdadero Ojo de Orus está en el fondo de mi cerebro, la glándula pineal. Ahí se ve claramente. Un día, se me desprendió la retina como una persiana rota que cae al suelo. La luz es captada por la retina. ¿Mi inconsciente quería convertir lo que veo en una noche perpetua? No, yo quiero más Luz, como decía Goethe, más Luz de Entendimiento. No quiero cegarme. Quiero ver, mirar la vibración en su estado más sencillo. Restaurar la persiana de mi ojo fue posible, ahora queda estabilizar la mirada interior para ejercer un milagro lázaro y andar, de nuevo, por el tramo que me queda como un faro de Amor, Armonía y Conciencia. Eso Soy. Y en eso Estoy.

Cuando visito a mis nietos en Rabat -donde viven- jugamos, hablamos; les cuento historias, vitales o inventadas.
Uno de esos días, leyendo yo un tebeo de adultos, sentí la necesidad de desarrollar una historia dibujada.
Empecé a dibujar y los personajes vinieron por sí solos.
Mientras fueron apareciendo esos sencillos personajes, Aura y Omar participaron activamente con ideas y dibujos.
La historia nos enganchó. Es divertida.
EL COMPLOT DE LOS DIBUJOS es un homenaje a lápices, tintas, bolis, rotus, materiales y ceras que, en cualquier casa de niños, niñas y gente mayor, esperan ser usados.
A nosotros, nuestro tebeo nos gusta y hemos decidido darle una difusión gratuita para disfrute de mucha gente que ame los dibujos, las historias y los garabatos.
Nos gustaría que vosotros compartáis este tebeo en grupos, redes sociales, o de cualquier forma que se os ocurra.
Si este tebeo rula por el mundo, además, dará a conocer mi faceta de artista: pintora, escritora y actriz, que podeis descubrir en mi web https://juanaandueza.es/
A cambio de este regalo, lo que os pido es que se respete mi autoría (por ello lo hemos puesto con licencia Creative Commons*)
Que lo disfrutéis.
Muchas gracias.
Juana Andueza.

Enlace al tebeo (PDF de Lectura/descarga – 4,5MB): https://bit.ly/elcomplotdelosdibujos

* This work © 2023 by Juana Andueza is licensed under Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International 

Este trabajo © 2023 by Juana Andueza está licenciado bajo Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional

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Por fortuna, durante muchos años, no he necesitado ir -a menudo- al médico de atención primaria de la Seguridad Social. En el nuevo barrio al que me he mudado hace cuatro años, en las pocas visitas que hice al Centro de Salud que me corresponde, comprobé que hay muchos pacientes en la zona. Ya por entonces el Centro de Salud estaba saturado. Las esperas telefónicas para las citas eran largas -a veces infructuosas- para contactar con alguien que diera hora para una consulta. Desde el inicio de la pandemia la cosa se agravó sustancialmente: ya nadie contestaba telefónicamente para ningún tema. Se han perpetuado las colas -en la calle- para entrar, para pedir hora, para resolver papeles, para ser atendidos, para cualquier cosa. Se percibía un claro problema de eficacia y gestión en el Centro de Salud.

Ahora -casi- todo para acceder a la Seguridad Social se hace telemáticamente. Aunque se consiga una cita programada, con día y hora, desde que han comenzado las huelgas de médicos de familia y de pediatría -a consecuencia de su lamentable situación laboral y económica- las citas médicas programadas no han sido posibles. Al estar de huelga el médico asignado, se derivan las urgencias a un médico de guardia del Centro de Salud, también saturado de pacientes.

A mediados del mes de enero de 2023, empecé a tener un dolor agudo en mi ojo izquierdo. Hace dos años me operaron de cataratas en ese ojo en el Hospital Universitario Ramón y Cajal de Madrid. Mi ojo estaba cada vez peor y yo necesitaba que me atendiera un oftalmólogo: en ausencia de mi médico de cabecera, primero, fui al médico de urgencia del Centro de Salud, que me recetó una cosa inocua y aprovechó para darme una charla sobre la deplorable situación de sus colegas en huelga.

Evaluar personalmente que se tiene una urgencia médica es delicado. De antemano, yo tenía un cierto prejuicio sobre las horas que podrían pasar para ser atendida en el Hospital Ramón y Cajal, muy lejos de mi casa. Una tarde, con el ojo mucho peor, me decidí y fui a Urgencias. Pasé unas horas por el protocolo inicial y tuve la suerte de ser atendida por una doctora oftalmóloga, que estuvo presente en aquella operación de catarata mía de hace dos años. La doctora hizo con acierto su diagnóstico y extrajo de la córnea una diminuta grapa que se había soltado de la lente que me habían instalado. Casi de inmediato se me pasó el dolor. Comencé -cada dos días- mis visitas a Urgencias, hasta terminar de curar una conjuntivitis pseudomembranosa y, ahora, tengo el ojo restablecido por completo. Con paciencia y humildad, en las esperas de Urgencias -ante la situación de otras personas con problemas graves- pude comprobar la eficacia y diligencia de los diferentes departamentos del Hospital Ramón y Cajal. Un hospital tan enorme que necesita una enorme organización, sin duda.

Lamentablemente, los madrileños tenemos una amenaza política que quiere desmontar perversamente el sistema de la sanidad pública. Por mucho que se empeñen estos políticos deleznables, inoperantes y con intereses oscuros que nos gobiernan, para que se destruya el sistema de salud pública e implantar la sanidad privada, los ciudadanos hemos de resistir y luchar por nuestros derechos. Políticos que van minando las resoluciones y quieren privatizar la Sanidad que todos mantenemos y pagamos. La estructura de nuestra Sanidad Pública debe continuar, afianzarse y reformarse. Formar a médicos para que finalmente se vayan a otras comunidades, o al extranjero, porque en la Comunidad de Madrid no se les paga lo adecuado, ni se les valora, ni se les atiende a sus reivindicaciones, es un desastre y una pérdida económica enorme y de servicio para nosotros, los ciudadanos.

Volver a ver bien. Y ver cómo está la situación en Madrid, enfada. A punto de que haya una convocatoria de nuevas elecciones, a los ancianos madrileños nos han concedido la gratuidad -durante un año- del abono transporte. Casi les falta que nos regalen unas cacerolas para que los votemos. A los que están en el poder autonómico y municipal actualmente, yo NO les voté nunca, ni les voy a votar. Estos políticos son demasiado peligrosos y tendenciosos: nos quieren convertir en unos paganinis de lo privado, cuando los impuestos que pagamos son suficientes para que la sanidad y los sueldos de los sanitarios sean adecuados y nos den el servicio que necesitamos.

Los ciudadanos necesitamos mirada limpia y claridad, para distinguir los oscuros intereses económicos y los intríngulis políticos que nos envuelven y axfisian.

Cada 8 de marzo se celebra en el mundo “El día de la mujer trabajadora”.  Nada que añadir por mi parte. Desde hace siglos, todas las mujeres del mundo trabajan, mucho, en su entorno doméstico, fuera de sus casas o por sus derechos fundamentales. En algunas partes del mundo, las mujeres siguen viviendo en un entorno muy precario, que añade más trabajo a cualquier actividad diaria. En esta parte del mundo donde yo vivo, por suerte, el confort ha ido ganando un lugar esencial en lo doméstico.

Cuando nació mi hijo Hugo, hace cuarenta y siete años, después de un parto -casi- mortal y una debilidad permanente, mi ocupación fundamental diaria era lavar la ropa a mano. No hay que olvidar que, entonces, los pañales de tela se lavaban. Quienes hayan conocido una Lavadora Jata pueden contar el alivio que supuso para mí que un sencillo trasto pequeño, lleno de agua y jabón, diera vueltas. Al terminar el circuito, había que sacar la ropa, aclararla a mano, escurrirla, estrujarla y tenderla; eso consumía unas horas preciosas del día. Me consideraba una afortunada cuando recordaba las historias de las mujeres madrileñas de la generación de mi madre Carmen: aquellas mujeres que bajaban las cestas de la ropa desde la calle Toledo de Madrid hasta el río Manzanares donde había unos lavaderos. Un gran trabajo; cuando se secaban las pilas de ropa, subían las cestas llenas por esa larga y fatigosa cuesta.

El padre de mi hijo Hugo y yo hicimos una mudanza a la calle Castelló. Un buen cambio, pero seguíamos subiendo y bajando cuatro pisos sin ascensor. Mi marido compró un frigorífico, pero yo seguía lavando la ropa con mi Jata. Posiblemente por mis quejas, en un arrebato de compasión, mi padre Lorenzo me dijo que compraría una lavadora. Para que no se arrepintiera, le empujé al día siguiente a esa mítica tienda de electrodomésticos de la calle Jorge Juan, Electrodomésticos Ramón. Al llegar, al lado de la tienda, había unos operarios metidos en un agujero de la acera; una avería eléctrica en la zona tenía a los vecinos sin luz. El muestrario de los electrodomésticos estaba en el sótano de la tienda. Ante aquella circunstancia adversa, a mí no me convencieron los argumentos de volver otro día; conociendo a mi padre igual se rajaba de su propuesta. Fue tal mi insistencia que el amable vendedor, enarbolando una gran linterna y unas velas, nos bajó a Hugo y su carrito, a mi padre y a mí al sótano. Qué espectáculo, con aquella luz romántica, en una rutilante fila estaban las más modernas lavadoras del mercado. Para aliviar a mi padre, yo elegí la más sencilla y barata.

Nuestro cuarto de baño de Castelló era de unas dimensiones desproporcionadas que causaba la admiración de las visitas. Era un lugar precioso, casi un cuarto de estar para pasar allí las horas. Al lado del inodoro me instalaron la lavadora. Fascinada, yo me sentaba en la taza y miraba el funcionamiento de aquel cubo blanco. Por su gran ojo, veía rotar la ropa y me gustaba la fuerza loca que tenía cuando centrifugaba. Aquel bendito mecanismo alivió mucho mi vida doméstica; para mí, era el invento más útil que se había creado. Amaba a aquel electrodoméstico. Me enamoré de mi lavadora.

En estos tiempos en los que se ha diversificado la definición de amor, de cómo se puede amar, a Dios, a los demás, los conceptos se han renovado absolutamente. Hace un par de días, al contar a un querido amigo el cariño que tuve a aquella lavadora, me dijo que yo había sentido pansexualismo. Me informé: Pan significa todos, por tanto, el termino pansexual es una orientación sexual completamente abierta, que escapa de los roles masculino-femenino. Puede ser que haya gente que haga el amor con una muñeca de látex o adore el diseño de su tostadora, pero lo cierto es que muchas personas están enamoradas de su coche. Ay, aquellos novios que tuve y a los que he olvidado hasta el nombre. Lo confieso, tuve relaciones que no superaron nunca mi amor por aquella lavadora. No recuerdo su marca comercial, pero recuerdo mis emociones: como cuando se estremecía al centrifugar. Y esa alegría que me daba al abrir su puerta y recibir en mis manos la ropa limpia y escurrida. Mi amor olvidado. Pansexualismo eléctrico, vibrante y limpio.

 

Se nos olvida que los seres humanos estamos viviendo sobre una bola que flota, rotando, entre una ignota masa oscura. Esa teoría actual de que el planeta no es una bola, es un plano, convierte el viaje en algo literario; entonces, estaríamos sobre una alfombra voladora. Lo cierto, es que los seres humanos de pie, estamos, sin darnos cuenta, bajo una infinita intemperie, pegados a la bola -o sentados en la alfombra, qué más da- con la cabeza en permanente peligro. Peligro, también, por las ideas que la mente amasa dentro de la bola del cráneo, que flotan a su manera y percuten y nos hacen viajar por pensamientos, a veces, terribles. La vulnerabilidad de nuestro existir al aire libre la hemos paliado desde que tenemos conciencia tapándonos con una hoja, un tronco seco o al refugio de una cueva; aún dentro, en cualquier momento, se podía desprender un trozo de techo o caernos, sin previo aviso, el garrotazo de otro ser humano.

Hace unos días, en la prensa, se relataba que una mujer se había despertado sobresaltada porque había caído “una piedra” sobre su almohada, después de traspasar el cristal del lucernario de su dormitorio; junto a su mejilla estaba parado -y aún caliente- un meteorito del tamaño de una naranja. La pelota de hierro había ido a reposar en aquella almohada después de recorrer infinitos mundos celestiales. Hace años, en la prensa se relató el suceso de un hombre que iba conduciendo su coche cuando un meteorito rompió el vidrio delantero y le quebró el dedo meñique de su mano derecha. Llamémosles cariñosamente coscorrones, ¡cuántos golpes nos han caído en la vida sobre la cocorota, maternos, paternos, educadores o callejeros, advirtiéndonos de que habíamos orbitado mal! Sincronías meteóricas.

Mi experiencia más grande con esos objetos caídos del cielo fue en un país casi infinito, Namibia. Junto a mis tres compañeros de viaje, galopando por los paisajes espectaculares, la vista se ampliaba como nunca, queriendo retener las formas y colores inéditos. Muchos kilómetros sin ver a ningún ser vivo, nada más que un horizonte interminable, cuando divisamos un cartel que ponía, “Hacia el Meteorito de Hoba”. Y una flecha a la izquierda de la carretera. Casi nada, cinco horas duró el desvío hasta llegar al meteorito. Hundido en el suelo, estaba aquel pastel de hierro y níquel de 60 toneladas y cientos de millones de años de antigüedad. Según ciertos cálculos, el meteorito debió impactar en la Tierra hacía unos 80.000 años, más o menos. El meteorito Hoba estuvo confinado en una propiedad privada algunos años hasta que el gobierno namibio decidió convertirlo en un lugar turístico. Ese día de nuestra llegada, el anfiteatro que lo rodeaba estaba vacío de visitantes. Subida yo a esa masa metálica, imaginé el impacto cósmico cuando ocurrió aquella mítica caída de un asteroide gigante que acabó con los dinosaurios y otros seres vivos, unos 66 millones de años atrás. A los pies de la gran masa de hierro, apareció una serpiente remolona que se metió en un agujero del suelo; así que yo pensé en aquel suceso bestial, cuando debieron ser las serpientes las que se diversificaron y evolucionaron al refugiarse bajo tierra, creando nuevos estilos de hábitats. Había que seguir el viaje y nos despedimos del meteorito -que estará posado allí hasta el fin de la propia Tierra- e invertimos otras cinco horas en enlazar con la carretera de Grootfontein, para contactar con el pueblo busman, los bosquimanos.

¿Cuántas cosas viajeras del cosmos, cuantos asteroides han terminado aquí su trayecto loco? ¿Cuántos sucesos en la vida nos han caído encima como meteoritos, aplastándonos? Algo viene viajando. Algo susurra un trayecto que se desvía hacia nuestra existencia y, zas, nos tumba. Hay mucho escombro celestial, pedazos viajeros de rocas que no se convirtieron en lunas o planetas. Los grandes sustos humanos o decepciones vienen viajando y nos sorprenden con su impacto. Hace poco, a mí me ha caído un meteorito encima, era un asteroide que venía con trampa. El impacto desveló cierta información soterrada, lo que explica el espejismo de los desiertos verdaderos o de ficción cinematográfica. Nuestra propia Madre Tierra no es una esfera perfecta, es una roca gruyere, horadada por múltiples impactos. El agua de los diluvios bíblicos ha cubierto gran parte de su esponjosa forma y no percibimos muchas de esas oquedades. Así nos pasa a los seres humanos: una vez que un suceso personal o profesional nos hace un buen chichón en la ilusión -o en una expectativa- debemos convertirlo en un depósito de sabiduría. Hay que beberse a sorbos esa agua amarga y degustar los tantos sabores que tiene la vida para nutrirnos con ella.

La vida es una fuente interminable de donde surgen las ideas que alimentan la literatura, el teatro y el cine. Esa fuente mana constantemente. Algunas veces, al visionar una película o al leer un relato inspirado en la “realidad”, encontramos la semilla de nuestra propia vida y revivimos un suceso que se había quedado oculto en la memoria.

Hace unos días fui al cine a ver la película chilena de Marta Alberdi, “El agente topo” -un documental candidato al Oscar 2021- la historia de un anciano que se infiltra en una residencia de la tercera edad para investigar unos abusos y robos. Al verla, me encontré a mí misma haciendo en el año 2002 un espionaje social en toda regla.

En aquel año, mi hijo Hugo Serra ya había dejado de trabajar -para montar su propia productora, Feng Shui Films- en “El Mundo TV“. En esa productora se habían realizado unos reportajes de investigación que tuvieron bastante éxito, al infiltrarse algunos periodistas en el meollo de ciertos asuntos turbios y punteros, con cámaras ocultas.

Un día, andando yo por la calle, me llamó mi hijo Hugo al móvil para que me personara de inmediato en las oficinas de “El Mundo TV”, solo me adelantó que necesitaban una actriz para un trabajo de investigación que emitiría posteriormente Antena 3. Por lo general, siempre he sido un tanto extravagante vistiendo. Aunque no recuerdo de qué guisa iba yo aquel día, al llegar a aquellas oficinas, bajo la escrutadora mirada de los jefes de aquellos programas, me hicieron una propuesta: convertirme, de un día para otro, en la cándida abuelita de una redactora para recabar información. Un espionaje discreto sobre un asunto de viajes a Lourdes, dirigidos, fundamentalmente, a personas de la tercera edad. De inmediato acepté, prometiendo convertirme en la encantadora abuelita de la periodista: al día siguiente, después hacerme una maleta de ropa modesta y adecuada y convertirme con un buen camuflaje en una dulce abuela, (teniendo entonces yo 53 años), esa joven y yo, nos montamos en un autobús que iba rumbo al Santuario de Lourdes en Francia.

Los temas de las apariciones -llamadas Marianas- siempre me han fascinado. Apariciones telúricas de índole sobrenatural en lugares especiales. Y eso no es baladí; desde hace cientos de años, algunas energías poderosas convocan a millones de personas en lugares concretos. Esa atracción de un lugar llamado Lourdes, (dejando aparte la exclusividad católica y el negocio de ventas de recuerdos) siempre ha tenido un impulso poderoso en ciertas personas: mi propia madre Carmen había hecho -hacía muchísimos años- el mismo tipo de excursión con mi padre, para pedir un restablecimiento de su maltrecha salud, en la Gruta de las Apariciones.

Ya en el autobús, empecé a infiltrarme como una anciana más en el verdadero espíritu que latía debajo del barato precio por ir a Lourdes, a pedir cualquier tipo de milagro a la Virgen. Mi “nieta” grababa todo el rato con una camarita de mano, argumentando que así la familia me vería tan feliz. Los nuevos amigos se apuntaban a saludar al visor cada dos por tres. A los pocos kilómetros de viaje, por la megafonía del autobús, nos dieron una primera charla, en ella, nos ofrecían unos remedios fabulosos para nuestra salud. Al llegar a Donosti (San Sebastián) nos dieron una vuelta por la ciudad en un trenecito infantil y nos hospedaron en un hostal muy apañado. Enseguida, nos dieron una cena frugal con baile incluido. Aquel grupo heterogéneo de personas estaba emocionado. Según investigué, algunos viajeros eran reincidentes, el año anterior habían hecho el mismo viaje. Yo, charlaba animadamente con todos porque ese era mi cometido, informarme. Y facilitar que mi “nieta” grabara, con una cámara oculta en su bolso trucado, las conversaciones. Sobre todo, mi interrogatorio insistía en las razones del viaje y en la contabilidad de los pasajeros reincidentes. En el grupo, había una parte de personas creyentes y otra de personas sufrientes por sus peculiares enfermedades. Los gentiles compañeros elogiaron a mi “nieta” mi garbo danzante, comentando lo espabilada que estaba yo “para ser de pueblo”; puesto que de un pueblo cercano a Madrid (no recuerdo el nombre) habíamos salido para la excursión. Todos eran vecinos de aquel pueblo y enseguida me consideraron “una moderna” por mi conversación, mi buen cutis y el uso de mi móvil. Preguntada por cual remedio de salud iba a yo a pedir a la Virgen, ya apuntaba yo algunas molestias de rodillas en aquellos años: ese era mi milagro esperado, les dije.

En lo mejor de aquella fiesta, se paró la música y nos dieron la anunciada charla. Como por arte de magia, aparecieron un sofá, una cama, unos andadores y unos almohadones y reposapiés, eléctricos; unos armatostes articulados que debían haber viajado en la tripa del autobús con nosotros desde Madrid. Toda una puesta en escena. Ese era el asunto del viaje, la promoción y venta de esos muebles articulados para remediar dolores e incapacidades de movimiento. La periodista-nieta y yo nos dimos cuenta de la gran presión que se ejercía sobre aquellos ancianos, un tanto maltrechos físicamente y mentalmente, para que se compraran algunos -o todos- de aquellos remedios, carísimos, que se podían pagar a plazos, eso sí. Mis interrogatorios para saber si estaban de acuerdo eran sutiles pero firmes. Todo estaba basado en un sistema de marketing muy bien estructurado: advertidos previamente por la organización, algunos pasajeros habían traído sus cartillas de ahorro para hacer el primer pago de reserva. Por la mañana, antes de salir para Lourdes, en el desayuno, nos volvieron a dar una charla aún más coercitiva. Los ancianos convencidos fueron acompañados a distintas sucursales de los bancos que quedaban más cerca, para hacer un depósito económico de reserva. Mi “nieta” y yo, argumentamos que estábamos muy interesadas pero que no llevábamos la documentación adecuada reservar nada y seguimos grabando todo aquel negocio. Eso sí, compramos algunos frascos de masaje que a mí me parecieron que podrían ser útiles para mis rodillas.

Al llegar a aquel lugar de abundantes aguas curativas de Lourdes, vi a miles -sí, a miles- de personas, en sillas de ruedas, en camillas o andando -ayudadas por voluntarios cristianos- para llegar hasta la gruta donde se había manifestado, muchos años antes, una Presencia de Luz, con un mensaje de amor a la niña Bernadette Soubirous (a la que llamaron también Bernardita de Lourdes). El lugar era impresionante, toda la fuerza de los Pirineos y del agua que manaba de diferentes fuentes y en donde algunos enfermos se bañaban con una fe encomiable que les daba la verdadera fuerza de la curación. Yo también llené mis botellas con esa agua pura que me regalaba la montaña. Durante esa jornada, dejé de ser una topo, una espía, para aprovechar para mi la oportunidad de aquel viaje insólito.

En el viaje de vuelta, los ancianos se encontraban muy esperanzados. Un par de señoras me confesaron que se habían vuelto a comprar el sillón de masaje, o la cama, total, se podían pagar en cómodos plazos y nunca estaba de más que sus familiares también fueran masajeados. Como yo había contado que era viuda de un hombre con una vida delincuente (cosa que era similar a tremendos capítulos de mi verdadera vida), argumentaba que no necesitaba nada más que paz doméstica, algunas friegas de hierbas medicinales y los tragos de agua de Lourdes. Mi “nieta”, afirmaba con la cabeza aquellos avatares que yo contaba; en realidad, aunque habíamos dormido en la misma habitación del hostal, dada la premura de aquella aventura, no sabíamos nada la una de la otra.

De regreso, llegamos de noche a la plaza de aquel pueblo, que no recuerdo su nombre. La periodista-nieta y yo, nos despedimos cariñosamente de aquellos compañeros de viaje y nos fuimos a Madrid, a las oficinas del “El Mundo TV”, cumplida, ampliamente, nuestra misión. Las siguientes semanas, se editaron las muchas horas de grabación y cuando se emitió el programa en Antena 3, se pudo mostrar las triquiñuelas de venta y la presión de compra a unos ancianos de salud delicada.

La productora me felicitó por el trabajo, afirmando que “había dado perfectamente el pego” para conseguir la discreta grabación de escenas esenciales. Yo había sido una agente topo perfecta, camuflada entre gente mucho más mayor y con problemas de salud. Personas sencillas que compraron artilugios mecánicos y pagaron un viaje a Francia para depositar en una gruta con una imagen femenina, su esperanza, su fe y sus oraciones, algo que yo respeté absolutamente porque creo en el Poder de Creer, que es Crear, y que Sea.

Hace unos días fui al cine a ver el documental “Anatomía de un dandy”, dirigido por Charlie Arnaiz y Alberto Ortega. Una pieza que deberían ver, sobre todo, los jóvenes, para conocer a Francisco Umbral, un personaje indispensable de la literatura española. Tras el visionado, me acordé de una anécdota mía con él. Y de mi vida en aquel Madrid que bullía lleno de creatividad.
La ronda que yo hacía en aquellos años madrileños por los Cafés fluctuaba de lugar para participar en tertulias de poetas o aprender sobre fenómenos extraterrestres o para estar sola -leyendo en un rincón o escribiendo- o quedar para encuentros romances. Entraba yo a un Café y si conocía a alguien me anclaba a su mesa. En los Cafés todo el mundo era, más o menos, bien venido a las lecciones magistrales o a cotilleos recién pescados. O a sorpresas mayúsculas: un día en el Café Gijón, entró un joven que proclamó en voz alta a los comensales ¿quién quiere publicar un libro de poemas? Yo, levanté la mano de inmediato. Aquel generoso joven había empezado a publicar unos libros primorosos, la colección Hiedra de Poesía. A la vuelta de una estancia mía en Roma yo tenía un puñado de poemas escritos en un cuaderno. Se los di a leer a José Matesanz que, enseguida, me dijo que los publicaría; para ello, tuvimos unas cuantas citas previas.
Una mañana, José Matesanz me convocó en el Café Lyon, (al que yo solía ir por las noches, a la tertulia de avistamientos ovnis y cosas así). Al entrar, comprobé que apenas había nadie en el salón. Cerca del ventanal, tieso como una esfinge, estaba sentado Francisco Umbral, sin haberse quitado el abrigo y parapetada su romana cabeza tras una bufanda, blanca. Al irme a sentar cerca del otro ventanal, saludé a la esfinge con un movimiento de cabeza; esas cortesías de antaño, como si el salón fuera un domicilio compartido. A Francisco Umbral me lo habían presentado en varias ocasiones. Su carisma gélido no me permitió ser nunca su amiga, siempre estaba rodeado de aduladores y gente importante. Yo leía sus crónicas en los diarios, el latido snob de la ciudad de Madrid. Yo sabía que estar entre esas líneas ácidas, con tu nombre en negrita, te colocaba de inmediato en el parnaso de los importantes. Así que, he decidido subrayar aquí a los que destacan sobre lo relatado, faltaría más…
Nunca he sido mitómana, aunque sí curiosa por observar a gente famosa y pillar momentos exclusivos. Soy una mirona y escuchadora impenitente, perseverante en la radiografía veraz de cualquier cosa. Después de mi leve saludo, el petrificado Francisco Umbral me devolvió un imperceptible movimiento de cabeza. Yo estaba emocionada, tenía una cita con mi futuro y milagroso editor y miraba la ventana mientras sorbía mi café. Francisco Umbral también miraba por la ventana. Nadie entraba por la puerta. Aunque estaba inmóvil como una roca, el escritor destilaba una energía impaciente.
Los camareros hablaban con unos clientes que estaban al fondo de la sala. Mi timidez, incapaz de establecer una supuesta conversación con aquel tótem literario -famoso por su lenguaje mordaz y su estilo único- me hacía ensayar la forma de tender unas palabras hacia él. José Matesanz se retrasaba y lo que fuera que esperaba Francisco Umbral, también. Yo podría parecer insignificante a los ojos de un escritor de relumbrón pero, en aquella época, mi vida no estaba exenta de peligros, delincuencias y aventuras; crónicas que hubieran engordado con veracidad cualquier novela de Patricia Highsmith o John le Carré.
Cuanto más sumergida estaba yo en mis pensamientos, aquel abrigo oscuro se puso de pie y una voz cavernosa y engolada que salía de la bufanda blanca se dirigió a mí: “¿señorita, si entra alguien buscándome sería tan amable de decirle que he ido a orinar?” Creo recordar que balbuceé un por supuesto mientras el abrigo oscuro y la melena lacada se fueron hacia los lavabos. Mi imaginación me hizo llegar hasta aquel baño, ¿se lavaría las manos Francisco Umbral después de orinar? No hay nada que desmenuce a cualquier diosecillo que imaginarle meando o cagando. Y me quedé sumida en lo que me había encomendado, vigilar la puerta para dar el recado. Ser una señorita nadie en aquel solitario salón me había convertido en la chica de los recados; jopé, yo también era escritora, esperaba a mi futuro editor para publicar mi libro “Cuaderno Romano”.
Siempre me ha fascinado la egolatría ajena; estar camuflada en mis espionajes me ha servido para testar a los que ignoran el mundo sencillo desde atalayas mayestáticas. La soberbia y la altanería tienen una mirada miope. Aunque Francisco Umbral era agudo y usaba sus enormes gafas de parapeto, la fama le había nublado sus pies de barro. Lo que convirtió aquel encuentro incómodo -para mí- en ternura fue que su libro favorito mío era “Mortal y rosa”. Un conmovedor, bello y herido libro, escrito tras la muerte de su hijo. Tal tragedia estaba escondida en lo más profundo del enigma de la esfinge.
En estas, Francisco Umbral volvió del lavabo y al sentarse, me dijo: “¿nadie, señorita?”. ¿Cuál era la pregunta, era yo nadie -una persona insignificante- o nadie había preguntado por él? No recuerdo cuanto tiempo pasó mientras entraron algunas personas y, de repente, como una exhalación, un señor gordote con gafas, que se abalanzó sobre la mesa de Francisco Umbral. Se dieron la mano -esa mano que unos minutos antes había sostenido una virilidad secreta- y mantuvieron una conversación de disculpas y reproches, alternativos. Dejé de prestarles atención cuando entró mi anhelado editor. José Matesanz, venía a explicarme los acuerdos de nuestro contrato literario, insistiendo en que yo debía ilustrar mi libro “Cuaderno romano”, para potenciar su contenido.
El señor gordote con gafas no llegó a pedir ni un café, Francisco Umbral se levantó envarado y, a punto de salir, aquellas gafas de culo de vaso me lanzaron una mirada pequeñita y la voz cavernosa me dijo: “gracias señorita, al fin llegó este mal educado”. Los días siguientes, estuve leyendo sus crónicas periodísticas, por si el gran mentidero de la corte comentaba algo al respecto; pero nada, nadie tuvo relevancia alguna para el cronista de marquesas, políticos y gentes faranduleras. De escritora a guardiana de orines ajenos, algunos encuentros míos con peculiares seres humanos han tenido -y tienen- sus anécdotas, que se vuelven inolvidables sí coinciden con una efeméride: Así fue, unas semanas después volví al Café Lyon, a firmar el contrato de la publicación de mi libro “Cuaderno Romano” con José Matesanz. Un par de meses después, la presentación del libro ocurrió en la Librería Buchholz, en la calle Martínez Campos de Madrid. Presentado por don José García Nieto, un poeta, un hombre generoso, grande y noble, una gran alma que vive en mi recuerdo.
Al fin, “yo he venido a mi blog a hablar de mi libro”, parafraseando aquella mítica frase de Francisco Umbral en la televisión.

La palabra carta, ocupa en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, nada menos que página y media de espacio. Escribir una carta, a mano y enviarla al Correo, ocupa un tiempo táctil, en esta época de premura, convirtiendo el gesto en un acto romántico; y en desuso, porque los correos electrónicos han suprimido, casi totalmente, ese método material y viajero. Lanzar un mensaje escrito en un papel, sin esperar con impaciencia la respuesta, es un acto valiente: es lanzar al destino unos papeles escritos, dentro de otro papel doblado que, ante unos ojos lectores, expliquen los sentimientos más profundos o exploten una reacción que sea tan grave, como el silencio perpetuo de una respuesta.

Cartas sin respuesta. Cartas perdidas. Yo, siempre he escrito cartas ante la imposibilidad de ajustar lo que mi alma sentía. Volcar las palabras adecuadas. Siempre he tenido la sospecha de que no tenía el espacio suficiente para hablar o decir o expresar y ser escuchada, o entendida. Al mandar una carta con confesiones, que se han estrellado ante unos ojos asombrados, queda el mensaje en un lugar ambiguo, sin poder averiguar la reacción del receptor. Una carta no es una conversación. Es una confesión. Antaño, las gentes separadas geográficamente se comunicaban a base de cartas, aunque no se supiera ni leer ni escribir. Alguien lo hacía a petición. Es cierto, yo misma escribí algunas cartas amorosas por encargo. Firmar una carta es un documento tan válido como un testamento notarial: ahí queda lo que se quiere comunicar per secula seculorum. Por eso es importante la fecha, que determina el momento del impulso. Una carta hológrafa es un documento único y total.

No me arrepiento de lo que escribí -en su día- a las personas que conocí, aunque fuera impertinente o absurdo. Cuando mandé un texto como el que lanza una flecha, no fue nunca para herir el corazón de nadie, sino para entrar en él. Para pedir perdón. Para pedir atención. Para amar. Para dejar de amar. Para dar explicaciones. Para contar sentimientos. Para compartir

A base de garabatos sagrados la Humanidad creó algo prodigioso, la escritura. La escritura hológrafa es una canalización sutil de “lo que quiere manifestarse”. A veces somos sólo eso, canal.  Al contar nuestra vida creamos vínculos.

La correspondencia es privada, sagrada en el sentido de absoluta confidencia. Leer una carta ajena es un acto de intromisión reprobable. Una desnudez impropia. Eso se ha extendido a los emails, a los teléfonos móviles con los correos privados. Nadie tiene derecho a leer correspondencia ajena. Si son mensajes, además, antiguos, de tiempos pasados que tenían su vigencia, esos intrusos lectores son ladrones, hollando con sus ojos sucios confidencias a destiempo. Conozco lecturas de cartas mías en habitaciones ajenas que, por complejas que fueran mis manifestaciones escritas hace años, me dieron, al enterarme de la violación, la medida de esos ojos cotillas. Algo que determinó mi distancia emocional de quien no respeta cartas ajenas en lugares privados.

La carta y los sellos.

Una de las ocasiones más dolorosas con respecto a mi envío de cartas fue en Mozambique: estando viviendo allí, escribí cartas a mi hijo y amigos, acompañadas de dibujos. Un día, al ir a la oficina de Correos en Maputo, una funcionaria delincuente, con cara cínica, me pidió el dinero de los sellos, diciéndome que ella los pegaba después. Aquellos sobres desaparecieron de mi vista y ninguna carta llegó nunca a su destinatario. Algo inadmisible en una oficina de Correos estatal.

La foto que acompaña a este escrito es de una carta que he enviado hace un mes a mi familia, que ahora reside en Marruecos. Esperando que me contestaran, con algún dibujo de mis nietos o algo por el estilo, en mi buzón ha aparecido la carta, devuelta. Y censurada. La dirección es la correcta y el franqueo es el correcto. Otras cartas ya llegaron antes. Lo que no parece ser correcto en este envío, para el gobierno marroquí, es uno de los sellos del sobre; un sello de la bandera LGBT, bandera arcoiris, símbolo del orgullo lésbico, gay, bisexual y trans desde 1978. O sea, un manifiesto impensable en el país alahuíta, pero, ¿es correcto censurar una carta con un sello oficial del Gobierno Español? Voy a volver a mandar la carta dentro de otro sobre con otros sellos. Sin abrir el sobre, no me interesa saber qué les decía a mis amados, es un pasado que se ha saltado a un presente y que debe ir al futuro.

Los sellos de correos han sido un valor de poderosa inversión económica durante siglos. Sellos con reproducciones artísticas, aniversarios o conmemoraciones de toda índole, cobran más valor cuando trasgreden algo. O tienen un defecto. O un mensaje perturbador. Este sello arcoíris lo tiene para ciertos conceptos morales o políticos. Por respeto a mi familia y para su seguridad, yo también he censurado el nombre y la dirección del sobre que aparece en la foto. Un efecto espejo de este pequeño suceso postal.

Sigo mandando cartas, aunque me duela la mano al escribir o el alma al contar lo que siento. En las Oficinas de Correos Españolas hay mucho tráfico de cartas oficiales, paquetes, muchos paquetes, pero sospecho que pocas cartas escritas a mano y con la vida dentro. Hay que volver a lo sencillo y auténtico. Para eso hace falta saber la dirección postal de la gente que nos interesa. Hoy en día, con los móviles y correos electrónicos, ignoramos dónde habitan amigos y conocidos. Si se pierde un teléfono móvil o una agenda electrónica, se pierde un rastro valioso y, puede ser, al amigo o amiga. Deberíamos pedir a los Reyes Magos una agenda de papel y escribir domicilios, para mandar una carta insospechada este año nuevo. Menudo regalo. Aseguro, que la sorpresa de quien reciba nuestra desconocida letra será tan mayúscula como alegre. Un gesto pequeño y sencillo, lleno de significado. Pero, cuidado con los sellos, nunca sabremos cuales son peligrosos o inconvenientes. Ahora que no hay que chupar el pegamento, como cuando chupábamos la cabeza de Franco como si quisiéramos tragar aquellos vitriólicos años oscuros, comprar sellos es cómodo: son autopegables. Cuidado, los de la bandera LGTB úsenlos solo para cartas o postales a países evolucionados y permisivos con cualquier tendencia sexual humana.

El Muro de Merlín

El presente -continuo, en esto que llamamos tiempo- sucede cuando no existe el pasado ni se manifiesta el futuro. Un instante, un soplo, una respiración. Lo eterno. Navegamos por la vida arrastrando un peso, a veces insoportable, que nos vincula por la memoria al pasado o tenemos la sensación de avanzar por un paisaje borroso -que hay que apartar como pesadas cortinas de hierro- para atisbar el futuro que siempre es abstracto. Cada persona tiene su concepto de tiempo, de vida, de libertad, según sus creencias y circunstancias. Ya que en esta tercera dimensión terrenal el tiempo es lineal, mientras caminamos, los seres humanos sentimos que avanzamos, que conquistamos triunfos o que sepultamos sucesos que nos han herido. Estamos lastrados por el concepto.

Lo que llamamos vida es una holografía con muchas interferencias. Igual que sienten los niños, si nos abandonamos a fluir en un re-nacimiento instantáneo todo se percibe en presente.

Yo soy (un poco) visionaria. Tuve, hace muchos años, anuncios de futuros catastróficos de la Humanidad a la que pertenezco. Nunca pude explicar muy bien en qué consistían, si eran imaginaciones oníricas, si eran comunicaciones astrales o si eran fantasías. Tenían una magnitud tan enorme que mi instinto me aconsejó destilar algunas cosas con prudencia, puesto que ni yo quería saber, ni asustarme tanto. ¿En cuál pasillo del espacio tiempo, se entra en las diferentes puertas de los bucles en donde están los agujeros negros de nuestra mente? Pues debe ser que yo me metí en algunos. De la misma forma que en los sueños se conecta con mundos paralelos -tan vívidos- de los que se sale al despertar, en esos instantes visionarios, tuve avisos de cambio, hasta con fecha calendaria. Sin detalles, todo borroso, algo se cernía…

Un día fui a un estreno de teatro. A los dos días siguientes, me fui al cine; en la sala estuvimos cuatro personas desperdigadas por las butacas. Al día siguiente, ante la alarma de la expansión de la Covid19, el Gobierno Español nos confinó a los ciudadanos a nuestros muros domésticos.

Por arte de magia, creado por un Merlín poderoso, apareció un muro delante de mis ojos que hizo desaparecer el mundo exterior; quedaba absolutamente prohibido salir a la calle. Como si se hubiera muerto el rey Pendragon fuera de mi piso, todo se tornó reclusión, dolor y muerte. Llegaba una Era Oscura. ¿Cómo sacar una espada de un presente petrificado y liberar este conjuro extraño que ha contaminado al planeta Tierra? ¿Cómo derrotar a un enemigo microscópico?

No tengo un loro que se llame Arquímedes, ni soy la bruja Madame Mim, pero, al desaparecer el mundo exterior con sus habitantes, me propuse realizar la magia más sencilla, la que la imaginación posee: y empecé a recorrer el paisaje de mi hogar para vivir la aventura más arriesgada, la soledad consciente. Pude cambiar de pensamiento y emoción cuantas veces necesité para hacerme compañía y experimentar la experiencia del confinamiento. Mientras, las noticias que aparecían del exterior a través de ondas, eran muy inquietantes, muertes, enfermedad, crisis sanitaria. Un parón en toda la Tierra, un tajo que ni la espada Excalibur hubiera cercenando con su poder. La casi total actividad de los humanos, quietos sobre esta roca inmensa que es la Madre Tierra, encerrados, petrificados… así quedamos en un presente continuo. Un instante y el Mundo conocido cambió para siempre. Hacía falta parar una dinámica enferma y depredadora y resetear nuestra existencia.

El gran control sanitario que han emprendido la mayoría de los países ha conseguido estabilizar la contaminación de la Covid19. La gran crisis anunciada en mis visiones apuntaba a un desplome económico pero este susto es superior a lo intuido; todo ha cambiado y ya nada volverá a ser igual que antes.

La gran fuente mágica de Luz que permitió que el niño Arturo sacara la espada incrustada en la piedra, es lo que ahora nos ayuda al cambio, es decir, la Gran Conciencia Universal nos atraviesa y cercena a todos mientras ocurre el supremo esfuerzo por remitir la expansión de un virus activo. Ahora, el Reino que nos merecemos los Humanos Conscientes, debe ser limpiado y regenerado. Tantos años oscuros, depredados por fuerzas malignas y caníbales han de extinguirse. Es difícil descifrar lo que palpita debajo de la propia pandemia y los argumentos que nos imponen los políticos. Han muerto millones de personas en estos meses y se avecina un roto económico de magnitudes catastróficas. Se percibe un cambio de paradigma que está surgiendo en cada instante de cada persona consciente. La Sanación está en marcha. Hagamos que cada instante presente sea un regalo mutuo para cambiar por una existencia plena y consciente.

Yo he nacido en Madrid, en la calle de O’Donnell. Ser “de Madrid” siempre tuvo para mí una cierta sensación de desarraigo, un no tener ni pueblo, ni tierra, ni lugar concreto en el mundo. Una cierta libertad cósmica. Por eso ese dicho “de Madrid al cielo”, como si la visita a este planeta fuera mucho más liviana que esas raíces que atornillan a las gentes a su terruño, a su lengua, a un país, a una bandera. Así ha sido; como cualquier cosmopolitismo la ciudad de Madrid se modifica constantemente; aluviones de personas vinieron, vienen, viven, se marchan, desaparecen, vienen otros… llenan este punto interior de una península variopinta… Yo, aunque viaje, siempre tengo la perenne sensación de permanecer en Madrid como la Puerta de Alcalá, viendo pasar el tiempo y mi propia vida, una flotante sensación de paso. Algunas esquinas de las calles madrileñas han sido mis atalayas urbanas; el bar de mi padre Lorenzo en la calle Narváez, esquina con la calle Menorca. Toda mi infancia corriendo y jugando por ese barrio, aunque viviera en otra parte de la ciudad. De adulta, tener el privilegio de vivir más de cuarenta años en una de las esquinas más bonitas de la ciudad de Madrid, en la calle de Castelló con la calle de Alcalá, (y unos pocos años, antes, en la esquina de la calle Lagasca con la calle Alcalá), me proporcionó la libre sensación de estar en una frontera de un barrio emblemático, un parque precioso y una calle antigua. Salía del portal y me podía desplazar radialmente, andando, a cualquier punto de la ciudad. En esa esquina, veía pasar “a todo el mundo del mundo”: un espectáculo cosmopolita y ameno que me diluía de inmediato por la ciudad en un anonimato fantástico. La gente. La vida. No sólo los comercios, tan diversos y surtidos, sino las mil sorpresas de una ciudad cambiante por horas, distinta, caótica, creativa, neurótica, sorprendente, festiva, abarrotada.

La vida me empujó a salir de esa esquina y buscar otro lugar en donde aposentar mis trastos humanos y un presente incierto. Ya lo he contado; una venta inmobiliaria, una búsqueda febril, una decisión, una compra y una mudanza a un piso en un barrio del este de Madrid. Ni esquina, ni gente, ni cosmopolitismo, ni sorpresas, ni alegría, ni cierta belleza, aunque el desmochado parque que tengo cerca se llame El Paraíso. Es el mercado, querida: el precio fluctuante, por metro cuadrado, de las jaulas urbanas donde encajonarse me trajo a la periferia. He conseguido ordenar el presente y hacer mío un piso luminoso, suficiente para mis artes y para acoger, cuando vienen a Madrid, a mis cuatro amores, mi pequeña familia. Oteando los alrededores, fui descubriendo el pequeño comercio circundante pero, para abastecerme de mis alimentos un tanto especiales, necesariamente, tenía que ir al centro cada dos por tres, para ir al cine o a impregnarme de arte o encuentros amistosos. Este barrio es una tumba. Sin remedio, para cualquier cosa, tengo que hacer trayectos largos en autobuses abarrotados. Voy y vengo. Vengo y voy. Me gusta el silencio, tengo mucho silencio, pero me pone triste este enclave urbano, desértico de vida y gente, de sorpresas y belleza. Me he vuelto más eremita aún; parezco la “vieja del visillo”, cuando atisbo por la venta un coche que pasa o escucho una voz fantasmal que retumba en la noche.

Estas Navidades pasadas, mi nieto Omar de dos años, estuvo conmigo una tarde entera, llenando la casa de su maravillosa energía, jugando, riendo y corriendo. En un momento dado se asomó a la ventana durante un rato largo. Volvió su guapa cara y me dijo, serio, “no hay nadie”. Y lo hizo varias veces más, repitiendo, “no hay nadie”. Así es Omar, en este lugar del barrio de Simancas, parece no haber nadie en la calle nunca y eso me empotra más en esta jaula, bonita y mía.
No hay nadie…

Cuando ahora esto escribo, desde el confinamiento mundial y obligatorio que nos ha coronado a la Humanidad entera como reyes y reinas de nuestro país interior, continente ignoto, convento trapense, laboratorio Frankenstein de nuestras casas, chabolas o palacios, me asomo a la ventana. Sí, no hay nadie, nadie pasa, nadie pasea, nadie corre o ríe. A través de infinitas imágenes en televisión y prensa se que no hay nadie en las calles, en los parques, en las carreteras, en los aeropuertos, en las estaciones, en los campos. Estamos todos en los países interiores, conectados a viajes cósmicos para no sufrir el confinamiento. Me pregunto cómo voy a reaccionar cuando me vuelva a encontrar en las calles llenas de gentes. Tampoco se si se podrá besar, abrazar o conversar sin un antifaz en la boca. Todos vamos a salir distintos a esa libertad que intuyo mermada irremediablemente, tengo sospechas. Los seres humanos muertos, contados en estadísticas internacionales por la pandemia del Covid-19, serán las víctimas oficiales. Los seres vivos que sobrevivan afrontarán una etapa difícil, económica y social. Toda la gente del mundo quedará tocada.

No hay nadie.

La Naturaleza se ha liberado de nosotros y se ha extendido, libre y fecunda, en esta primavera tan rara. Miro por la ventana, no hay nadie en la calle, pero intuyo a cada ser humano, recluido e íntimo en su hogar, expandiendo su esencia e imaginación. Medito por las personas que no tienen casa, techo o lugar seguro; los más vulnerables y frágiles. Ahora, millones de personas están paradas en seco menos las que prestan servicios esenciales. Después de esto, ¿habrá una reflexión de cómo tratamos a la Madre tierra y a nuestros semejantes? Mi esperanza de una humanidad repleta de amor, fraternidad y conciencia es mi anhelo. Deseo una nueva vida para todos, un cambio de paradigma dentro de este suceso histórico de primera magnitud. Yo, en eso estoy.