Los verdaderos viajes son búsquedas de rastros que olemos con los sentidos adormilados. La cultura de la comodidad ha convertido cualquier viaje en una cápsula estándar. Es cierto que para algunos viajes por tierras ignotas necesitamos los adecuados guías que conozcan el territorio: allí, la viajera es vulnerable y el instinto destapa los errores. Hay lugares sin nombre, sin marcas, limbos de peregrinos. Volver al punto de inicio no es posible si no se ha aprendido la verdadera lección

Todas las lecturas que tiene una película son los ojos de los espectadores cuando se funden en la historia que se muestra y «la viven». O reviven alguna historia propia, alguna gesta que supera la ficción. La película Sirat es un viaje, con el zumbido musical que tenemos todas y todos en la cabeza, atascada de estímulos. ¿Qué se busca cuando se viaja, a una hija, como en la película? La brutalidad a la que se le ha acusado a esta película es un pálido reflejo de lo que ocurre en ciertos lugares del mundo. ¿Cómo se ha llegado a un lugar -a veces sin proponerlo- sin haber tirado miguitas de pan para recuperar el camino? El horizonte de la esperanza es tan infinito como explosivo. En el inmenso continente africano el horizonte está borrado, aunque aparentemente haya fronteras. En la película Sirat, la historia se complica con las dificultades del camino y los inaprensibles compañeros a los que se unen dos criaturas heridas. Para cierto viaje, confiar y hacer equipo rebaja el concepto de persona individual y segura. Nos olvidamos -por aquí- que en África hubo y hay conflictos bélicos por doquier: la sombra sepultada nos desmiembra la sensibilidad. 

Al terminar la proyección de Sirat recordé mi cincuenta y dos cumpleaños en Guinea Bissau, recién terminada una larga guerra civil que dejó el país devastado.

Para poder viajar por algunos países de África, pactando -a ser posible- con una sola persona, tomé como marido temporal, con la bendición espontánea del imán de la mezquita de Dejenée, en Mali, a Etienne Camara: un mandinga joola resolutivo, simpático, puro nervio, liante. Un peaje para conseguir dormir, comer, moverse y salvar obstáculos con toda la gente con las que nos fuimos topando. Una semana de febrero donde caímos en un lugar remoto de Bissau, en un campamento donde recalaban pescadores deportivos, pensé que la mejor manera de celebrar mi cumpleaños, el día 18, era alquilar una barca con su marinero. El gran problema para mí con Etienne no era que podía tragarse una tableta de chocolate de una vez -lo juro-, beberse el champú de huevo porque tenía huevo, hablar sin medida en cualquier idioma, intervenir en problemas ajenos como un Superman o resolver la comida diaria de mil maneras ingeniosas. El problema era que, cuando podía, bebía alcohol hasta caer inerte. Yo soy abstemia desde hace muchos años. Cada vez que se aliaba con cualquiera para beber yo me sentía fatal e intuía que nos poníamos en peligro. La noche anterior a mi cumpleaños Etienne se emborrachó mucho… Por la mañana, el marinero contratado le tiró al fondo de la barca como un fardo y emprendimos una ruta para ver a los hipopótamos: sólo vi orejas y morros dentro del agua, no salieron. Entonces, el marinero me propuso que nos fuéramos lejos de la orilla, a pescar. Y puso rumbo indefinido en ese Océano inmenso. Unas horas después -nunca lo pude pensar- yo pesqué con mi caña una gran barracuda de plata. Una experiencia emocionante. En el suelo de la barca, la barracuda, algunos peces y el dormido Etienne, reposaban. De repente, en medio de las tranquilas aguas, atisbé una isla ocre con lo que yo creí un árbol en su cima. Le pedí al marinero acercarse y, sin mediar palabra, salté al montículo. El marinero gritó. Intrépida, di unos cuantos pasos hacia el arbolito y ya no pude sacar los pies de un pegajoso suelo negro. El asustado marinero despertó a Etienne: aturdido, me explicó que la isla ocre era un montículo de guano, millones de cagadas, acumuladas durante años, de aves y pájaros. Yo notaba como me iba hundiendo en aquel suelo pegajoso sin poder asirme a nada. Los hombres discutían mientras yo me daba cuenta de la gravedad de mi ímpetu explorador, cuando intentaba infructuosamente sacar los pies de esa mierda negra. Llegaron a un acuerdo y me dijeron que se iban, a pedir ayuda; que estuviera tranquila, que volverían. Así lo hicieron y la barca se alejó rápida sobre aquel plato de agua. Me quedé quieta y sola. Una luz limpia me abrazaba y soplaba una brisa suave. Me hundía muy despacio. Empecé a aceptar esa escatológica muerte e hice una cuenta, Madrid 18 de febrero de 1949 – Guinea Bissau 18 de febrero de 2001. Ese epitafio nunca se escribiría. Por fortuna, aceptar la muerte es un ejercicio diario que yo practico desde hace años, hasta en la más placentera situación, pero… cuando la muerte está llegando, tan lentamente, en un punto remoto y apacible… un revoltijo de intensas sensaciones me aprisionaba más que el guano… No sentía exactamente miedo, solo un asombro inmenso ante la propia cagada -nunca mejor dicho- que yo había hecho subiéndome a ese sitio. El pensamiento más fuerte que yo tenía era que si esos dos hombres no volvían nadie iba echarme de menos; en esos lugares una mujer blanca, viajera, autónoma, había podido bajarse en cualquier lugar y nadie iba a preocuparse si volvía al campamento, o no. Desaparecida por completo, imaginé -tiempo después de no recibir noticias mías- a mi hijo Hugo, desconcertado, preocupadísimo, angustiado; llamando a las embajadas o a los cónsules, en esa época y lugar donde había muy pocos teléfonos móviles y, ni mucho menos, cobertura….. Visualizaba a Hugo emprendiendo un largo y complicado viaje para buscarme, para preguntar por mí, desde algún punto de algunos parajes que yo le hubiera relatado de ese mapa continental africano. Algo que le exponía a accidentes, peligros y preocupaciones. Hugo había conocido un día a Etienne Camara el año anterior en Casamance, cuando yo vivía en el sur de Senegal. Un ser tan libre e itinerante, estaba claro que no era localizable. Sin una explicación plausible, no se merecía mi buen hijo semejante disgusto y desventura por mi desaparición. Recé. Respiraba para apaciguar el torbellino de mi mente. No veía mis pies, estaba clavada como un palo. Lloré. Grité. Recé. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de desprenderme del cuerpo hundido, atrapado y dejar salir a mi alma? No, no quería sufrir. No quería que ese tránsito fuera muy largo. El panorama era muy torturante. Era una despedida y seguía hundiéndome. 

Pasó un tiempo indeterminado. Agucé el oído, un lejano sonido se acercaba. El marinero y Etienne venían rápidos en la barca hacia mí. Traían unos muy largos y delgados arbolitos que habían cortado a saber dónde. Con rapidez, los tiraron al suelo, cruzados. En ese entramado se posaron sobre ellos, se acercaron y, con fuerza, tiraron y me extrajeron de la brea. Una vez en la barca, el guano era muy pegajoso, los dos se afanaron para lavarme con sus manazas, hasta en donde no había llegado ese lodo. Aquel magreo hasta me hizo reír, me habían salvado la vida. Pusimos rumbo al campamento, pero ahí no acabó la cosa: una patrullera militar, con diez soldados y un sargento, nos hizo señas. El barco militar se acercó y nos paró. Después de lo sucedido yo me puse alerta, el país estaba en los primeros meses de paz después de la guerra. Aquello no parecía una detención. Toqué en mi bolso mi pasaporte español que tanta fuerza diplomática tiene en tantos lugares. Después de los saludos reglamentarios se estableció una conversación protocolaria -ahí me enteré yo que cuando alquilas una barca con marinero, yo era la capitana de la nave- y el educado sargento me pidió permiso para que nosotros lleváramos en la barca a cinco de aquellos soldados a un lugar determinado, donde se iba a desarrollar una fiesta en un poblado. El marinero me aseguró que llevábamos gasoil suficiente para hacerlo y llegar después de vuelta al campamento. No tuve más remedio que acceder. Una vez a bordo aquellos cinco militares, giramos a otro rumbo. Al momento, el bocachancla de Etienne les contó a los soldados, con todo detalle, lo que me había pasado en el montículo del guano. Aquellos hombres me miraban y disimulaban la risa. Manteniendo una actitud de dignidad yo aceptaba la chanza; ya había vivido muchas situaciones iguales por mis estúpidas equivocaciones. Depositamos a los militares en la orilla adecuada y, al fin, llegamos al campamento. Una vez informados del suceso, entre todos los que allí estaban, decidieron celebrar mi cumpleaños mientras yo me duchaba. La barracuda, los pescados, más una gran cacerola de arroz y una falda de flecos vegetales -como los que llevaban las mujeres del poblado- que me regalaron, compusieron el cumpleaños más inolvidable de mi vida.  

El continente africano es una impresionante lección de vida, de conexión con la pura naturaleza y los animales más insólitos. Allí está el rastro de nuestros ancestros. Por mucho que te esfuerzas -para una persona occidental- sus habitantes, sabios y maestros de supervivencia, constantemente, te colocan en el sitio adecuado tu ignorancia o prepotencia. Lecciones aprendidas que necesitan tiempo, días, quizás años para entenderlas. En la película Sirat, después de un periplo brutal por un desierto, un hombre vuelve solo, despojado de todo, vivo. Así hay que volver de los verdaderos viajes, escarmentada y mejor, pero viva. Tras la vuelta a Dakar dejé a Etienne liberado en su Senegal, dándole las gracias por rescatarme de aquella trampa en la que me había metido yo sola. Volví a Madrid. Al abrazar a mi hijo Hugo tuve el sentimiento de resurrección plena. Si aquellos hombres me hubieran abandonado en aquel lugar mi amado hijo Hugo no hubiera sabido, jamás, qué me había pasado, sepultada para siempre en una tumba de mierda. Nunca me hubiera encontrado, por mucho que se afanara en una búsqueda sin cuerpo. Inclusive, podía imaginar su esperanza eterna de un regreso tardío mío. Me resultaba estremecedor. Las desapariciones de seres humanos son una tragedia dolorosísima para las familias. Es cierto que hay desapariciones voluntarias que no se resuelven jamás, misterios oscuros. La constatación de la muerte es preferible a la espera. Hay accidentes, asaltos, secuestros, daños ajenos. Lo que nos concierne es otra cosa. Cuidarse significa observarse constantemente. El atolondramiento, la desidia, no estar en un aquí y ahora permanente, en la escucha interior, nos crea problemas, nos enferma, nos mata.  

No hay un seguro vital en ningún sitio. Las conquistas, las eternas guerras del continente africano han dejado países arrasados, minas antipersonas activadas, asesinatos étnicos colectivos y negocios criminales. Yo volví después a África a otros periplos parecidos, pero con mayor cuidado y humildad para reconocer que podemos perecer en cualquier momento, por imprudencia o un subidón de ego imbécil. El peligro acecha, la vida es peligrosa, impredecible, en cualquier lugar por tranquilo que parezca. También los viajes al propio ser interior, despojando el personaje creado, el disfraz, causan miedo y vértigo. Hay que morir varias veces para entender la vida; abandonar la materia y volver al alma intangible.

Estamos llenos de espejismos, como aquella isla que no era tal, una trampa de mi ilusión. Escribiendo este recuerdo reflexiono que quizás por todo aquello aborrezco a las palomas urbanas de Madrid, con sus cagadas tóxicas. Amo a los diminutos gorriones que cagan pequeñito. Así soy yo cuando viajo, un ave de paso con un plumaje multicolor que intenta no dejar basura, ni daño a nadie.

Ni la Luna, ni Marte, ni Saturno; el planeta más desconocido para los seres humanos es el continente que llamamos África. De los otros cuatro continentes de la Madre Tierra hay vestigios suficientes para elaborar un pasado, más o menos tamizado por la historia, más o menos veraz, más o menos entendido. Vestigios de arquitectura, escritura y arte, que sobrevivieron a las civilizaciones anteriores, nos han dejado una interminable investigación para estudiar y entender a nuestros antepasados.

Menos Egipto -un continente dentro del planeta África- y un par de pueblos que crearon su escritura, el devenir de ese inmenso territorio se registró históricamente de una manera oral. Lo cual dio como resultado el obvio desprecio de Occidente cuando “descubrió” África.

La impresionante historia de las gentes negras. La trasmisión oral -como fue el testimonio de los profetas, que no escribieron nada- mantuvo el conocimiento histórico vivo, sin alteración, durante generaciones. Los secretos y misterios de los pueblos africanos, aún ahora, no se comprenden en el mundo “civilizado”. Las guerras, leyendas, historias y gestas, impregnadas de misterio, magia y sucesos sobrenaturales, aún palpitan en las generaciones actuales. Los secretos importantes siguen bien guardados, los profanos no pueden saberlos. En cada africano -aunque sea actualmente musulmán, cristiano o animista- está escrita la historia de sus antepasados en su memoria celular. Los griots, los narradores, siguen trasmitiendo historias a voz viva. La sangre de cada africano habla, también, en cada pálpito.

Se ha estrenado, en septiembre de 2016, un documental, “Las lágrimas de África”, en Madrid y en Barcelona. Una película realizada por una mujer valiente, Amparo Climent, que se acercó muchas veces a las dos orillas de una valla, en Melilla y en Marruecos, para registrar la trágica intención de muchos africanos para entrar en Europa después de interminables, peligrosos y demoledores viajes por el continente. Muchos espectadores han ido al cine comercial a visionar una intención épica que sigue ocurriendo. Lo legal en la blindada Europa es entrar por las fronteras aeroportuarias con los papeles en regla. Por lo tanto, se pueden hacer muchas conjeturas sobre lo que impulsa a las gentes a caminar toda África para llegar finalmente a una frontera, a una valla. Y saltar. Algo ilegal y dramático. La gente desesperada, en manos de mafias y de intermediarios sin escrúpulos, puede pasar años estacionada en lugares llenos de calamidades, dependientes de mafias que cobra cantidades estratosféricas por sacarles de allí. Algunos grupos se gestionan a sí mismos, pero son los menos.

Cada persona africana, de cada lugar, clan o etnia, cuando emprende ese tipo de viaje, carga -además de su nombre y pertenencias- con sus tradiciones, mitos y leyendas. En un principio, suelen ser las familias las que designan al elegido que les va a salvar económicamente en un futuro. Esa persona, con el dinero que reúnen entre todos para que haga el viaje, por lo general, antes de salir de su poblado, suele ser iniciada con rituales mágicos que apuntan a Dios pero que pactan con fetiches y magos, que también esperan su correspondencia al tiempo.

Esa fuerza mística imbuye las gentes de un poder de supervivencia y resistencia extraordinarias. Esa fe en conseguir el objetivo final impregna a las personas de una energía brutal para soportar todo tipo de penalidades. El esfuerzo y el sufrimiento de la espera, convierte lo cotidiano en una situación de interminable paciencia. La solidaridad, la fraternidad y la fe sostienen juntos a esos puñados de desesperados. Pueden pasar años y miserias indescriptibles pero esos hombres y mujeres que llegan a la frontera española, o a la orilla del mar para subirse a un cayuco, lo hacen convencidos de que nada, absolutamente nada, les detendrá.

En el caso de que perezcan, me pregunto en cual triste situación se quedan las familias que nunca más vuelven a saber qué pasó con el hijo o la hija que desapareció trágicamente en el trayecto. Me pregunto si los fetiches reclamaron su pago en forma de muerte. Si no mueren en los diferentes intentos del viaje y llegan a la frontera española, esas personas intentarán dar el salto. Si consiguen traspasar la frontera y vivir en la decadente Europa, la alegría de las familias no suele tener la correspondencia que se esperaba en la mayoría de los casos. Muchos hombres africanos que allí eran zapateros, pescadores o carpinteros, viven ilegalmente en España, vendiendo bolsos o música por las calles, hacinados en pisos pequeños, ganando una miseria para su propio sustento, sin poder devolver nunca el dinero que les puso en camino.

Los guerreros africanos existen, niños soldados, adultos enredados en interminables conflictos tribales o guerras impuestas por el neocolonialismo que esquilma y sangra el continente. Los antiguos guerreros que mataban un elefante o un león con sus manos puede ser que, aún ahora, ejerzan la tradición pura en algún lugar remoto, quién sabe. Lo que ha pervertido la tradición ha contaminado el concepto.

Yo tuve mi propio griot en la isla de Karavan, en la Kasamance senegalesa. Tuve que sufrir algunos complejos rituales de confianza antes de que el llamado Nicolás, ese hombre generoso y sabio, me relatara parte de las historias que pertenecían a su familia. Me aclaró conceptos que el viajero eventual y desde luego, jamás el turista, puede acceder de un día para otro. Ahí empezó mi curiosidad, que no se termina nunca, para ahondar en el misterio de África negra. Desentrañando mi ignorancia, viajé varias veces más al continente, entretanto, escribí una novela, aún inédita, “Violeta Profundo”, que espera su publicación.

Los ángeles negros que saltan vallas y sobreviven a los embates del mar tienen incorporadas en su espalda unas alas con la forma del continente. Su fe y su fuerza les lleva a la frontera de la España africana para que, en el caso subir la valla, saltar y pasar al otro lado, esperen un interminable tiempo más en el centro de acogida: la burocracia para conseguir unos papeles oficiales que sustituyan esas alas mágicas con las que han vencido y saltado todos los obstáculos.

Para mí, de ese éxodo, lo más terrible es la explotación y la esclavitud sexual de las mujeres africanas que son ritualizadas en sus lugares de origen y enviadas como mercancía, como prostitutas, con la tremenda amenaza de pagar lo invertido para que no muera todo su clan O los hijos que aquí tienen y que son también prisioneros de la mafia.

Es posible que los verdaderos ángeles custodien especialmente a estos seres humanos que en su pobreza extrema -la pobreza africana es imposible de imaginar para cualquier occidental que no haya viajado- no tienen nada más que perder que su propia vida. Por ahora no se pueden derribar las alambradas y las concertinas para que los seres humanos fluyan libremente por la Madre Tierra. Si se mira a este planeta desde la estratosfera no se divisa frontera alguna, bueno, posiblemente la Muralla China que fue creada para lo mismo, para dividir su piel en segmentos políticos.

“Las Lágrimas de África” se puede ver ahora online, en la plataforma Filmin y se pude comprar en DVD, en la web de la película.
La película la ha distribuido mi hijo Hugo Serra, estrenando así su nueva iniciativa: Con Un Pack.