Me ha hecho falta un poco de reposo en casa, para darme cuenta de que hoy he vivido mi día Blade Runner apoteósico.

Al menos, el escenario urbano desde esta mañana, recorriendo la ciudad bajo una lluvia plomiza, gris, persistente, que no no ha parado ni un rato, con esas calles estrechas, sin árboles, con edificios feos, muy feos, calles vacías con muchos comercios cerrados, locales que dejaron de ser talleres, pequeñas fábricas, por un barrio rodeado de cementerios, parques y ancianos jubilados, bares tristes y esquinas imbéciles, para entrar a un almacén atestadísimo, de la mano de un amigo generoso, bueno y entrañable que me regala un sombrero de copa, un bombín, un salakof y un -otro- bastón, como si me pudiera convertir en cochero, londinense o explorador de selvas vírgenes, nada más usar esas piezas antiguas.

Hemos llevado unos muebles a un lugar, para terminar conversando con sus amigos. Un joven con un sueño replicante, convencido de que el futuro humano va a ser el que le van a proporcionar a él, “una pastilla” ( parece ser que otras dos más cada dos años, mas o menos) para regenerarse continuamente y vivir, pues unos mil años, del tirón, así sin mas…

Seguida de una conversación en el mesón horroroso que han convertido en su bar favorito, esos amigos encantadores, delante de un menú, debajo de una tele a todo volumen. Generosos amigos que nos han devuelto al local musical, para seguir con la advertencia del futuro perfecto del joven que quiere ser eterno,, esas pastillas para autoregenerarse, no envejecer y vivi mil años, sin saber de qué, me digo yo.

No me extraña, si el policía Deckard andaba buscando replicantes camuflados en ese Nueva York (ciudad de mi replicante andrógina, ya lo amplío), hoy yo me sintiera, enfundada con la gabardina heredada de mi padre, que había encontrado el verdadero conejo, no de las Indias, si no el de un experimento perverso (su contacto es un policía del Cesid, el que le va a proporcionar “la pastilla”, según él, que no ha hablado del precio de esa maravilla), que le haría permanecer en este plano terrenal hasta el año nosecuantosmil y mil, que al lado de la canija cifra del 2049 de la segunda parte de Blade Runner, la fantasía de este encantador joven superaba a Burroughs en muchísima más intención. Encima, con una alegría suprema por poder vivir miles de emociones y de experiencias en esos mil años de vida sin que le caiga ni una maceta encima ni por casualidad, con un cuerpo eterno, joven e inmortal.

Me paro aquí para preguntarme, ¿de qué se puede vivir mil años si hoy en España nos amenazan con que no hay posibilidad de que haya pensiones para todos los infinitos viejos que se avecinan? ¿Este joven eterno podría mantener a todos los viejos que vayamos palmando, él solo, un héroe, con la memoria de todos esos años humanos enciclopédica como un akashico muy suyo?

Este joven encantador, socio de una mujer sabia y bella, que ha omitido lo mucho que sabe, me ha hecho exprimir mi personal conocimiento de lo que significa vivir y, gloriosamente, morir. Sin resultado alguno. Ser mayor y morir no está bien visto para los futurólogos pastilleros.

Bueno, pues, después de regresar a casa para resguardar los sombreros, he tenido que acompañar a una replicante, un encargo de una amiga: llevar a una transexual, sin empatía alguna por su parte, es decir a una chica que se ha convertido en chico, no sé cuando, a un evento de una organización feminista que orbita en los géneros y visualiza a personas de toda condición. Esperándola entre puestos de flores, debajo de la interminable y fuerte lluvia, acogiéndola bajo mi pequeño paraguas para que no se le oxidara su ambigüedad, chocando en la calle con seres oscuros, vestidos de negro, por Tirso de Molina, el Rastro. Bandeando grandes charcos con un bastón y un paraguas, compartido con esa, ese, joven hermético, bello, andrógino, un hijo de Angelina y de Brad pero un poco más mayor, preguntándome si ser policía que busca Nexus 6, un rato, bajo neones llovidos, portales ocupados por mendigos eternos y llegar a una cita poética y, a la vez, ajena a mi, heteroespiritual yo, género sin patentar aún. Volviendo a ponerme la gabardina y compartiendo paraguas por la calle llovidísima, percibiendo modelos humanoides híbridos, Nexus 6 camuflados, buzos en los charcos, cansinos urbanitas, gentes del mundo en un barrio joven. La lluvia, la lluvia, la lluvia, empapada hasta las bragas.

Si el nuevo amigo va a vivir mil años con una pastilla que le va a proporcionar un agente del Cesid, en estos días, cuando los rusos se han cargado a dos espías en desuso, en Londres y yo voy de camino por el viejo Madrid con un modelo humanoide, ambiguo e impermeable, aunque estuviera calado de agua como un lenguado, un día en que las conversaciones a ráfagas se cruzaban conmigo y solo hablaban del asesinato de un niño inocente, mientras la lluvia no cesaba, me sentía humanidad doliente, materia densa, vida incomprensible. Eso es lo que tiene el futuro japonés con robots que se creen humanos.

Si el futuro siempre ha sido profético a través del cine, siempre mi culto para la película de Wim Wenders, Hasta el fin del mundo, saber que tengo un amigo que va a vivir mil años, replicándose a sí mismo, mientras yo haya desparecido hace cientos de años y ya no haya géneros, ni roles, ni hombres, ni mujeres, solo paseantes bajo la lluvia eterna de los polos derretidos, glaciación y conciencia suprema, me pregunto, ¿se acordará de mi?

En la reunión, solo he podido comprar un fancine, editado por las gentes de una órbita múltiple, para volver a dejar a la chica-chico en la boca del metro y escuchar en el autobús las últimas conversaciones de las noticias morbosas de un asesinato infantil, sin ganas de entrar en todas las fantasías que me rodean, harta de la fealdad, de esta experiencia de mi alma que me mete en bucles cansados. El mal actuando para que la gente buena luzca su corazón.

Un sombrero de copa, un bombín, un salakof y un bastón, un teatrito para sentir que solo somos replicantes de nuestra mente juguetona, sin nadie que nos busque para eliminarnos que con nuestra fecha de caducidad ya es suficiente.

Tal día como hoy, casi rozando ese 2049 que con pastillas los eones son pan comido, agente yo del nuevo Blade Runner madrileño, no tengo más remedio que repetir la frase mítica:

“Todos estos momentos se perderán en el tiempo. Como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir…”

Y dejar escapar la paloma del amor -propio- para inmolarlo a la Eternidad donde vive lo que Somos, sin pastillas, sin trucos, sin sentirse como Dorian Gray o Narciso.

Sin entender casi nada, una vez que me he secado, me voy a dormir.

Juana, Rick a ratos, con gabardina.