Yo he nacido en Madrid, en la calle de O’Donnell. Ser “de Madrid” siempre tuvo para mí una cierta sensación de desarraigo, un no tener ni pueblo, ni tierra, ni lugar concreto en el mundo. Una cierta libertad cósmica. Por eso ese dicho “de Madrid al cielo”, como si la visita a este planeta fuera mucho más liviana que esas raíces que atornillan a las gentes a su terruño, a su lengua, a un país, a una bandera. Así ha sido; como cualquier cosmopolitismo la ciudad de Madrid se modifica constantemente; aluviones de personas vinieron, vienen, viven, se marchan, desaparecen, vienen otros… llenan este punto interior de una península variopinta… Yo, aunque viaje, siempre tengo la perenne sensación de permanecer en Madrid como la Puerta de Alcalá, viendo pasar el tiempo y mi propia vida, una flotante sensación de paso. Algunas esquinas de las calles madrileñas han sido mis atalayas urbanas; el bar de mi padre Lorenzo en la calle Narváez, esquina con la calle Menorca. Toda mi infancia corriendo y jugando por ese barrio, aunque viviera en otra parte de la ciudad. De adulta, tener el privilegio de vivir más de cuarenta años en una de las esquinas más bonitas de la ciudad de Madrid, en la calle de Castelló con la calle de Alcalá, (y unos pocos años, antes, en la esquina de la calle Lagasca con la calle Alcalá), me proporcionó la libre sensación de estar en una frontera de un barrio emblemático, un parque precioso y una calle antigua. Salía del portal y me podía desplazar radialmente, andando, a cualquier punto de la ciudad. En esa esquina, veía pasar “a todo el mundo del mundo”: un espectáculo cosmopolita y ameno que me diluía de inmediato por la ciudad en un anonimato fantástico. La gente. La vida. No sólo los comercios, tan diversos y surtidos, sino las mil sorpresas de una ciudad cambiante por horas, distinta, caótica, creativa, neurótica, sorprendente, festiva, abarrotada.

La vida me empujó a salir de esa esquina y buscar otro lugar en donde aposentar mis trastos humanos y un presente incierto. Ya lo he contado; una venta inmobiliaria, una búsqueda febril, una decisión, una compra y una mudanza a un piso en un barrio del este de Madrid. Ni esquina, ni gente, ni cosmopolitismo, ni sorpresas, ni alegría, ni cierta belleza, aunque el desmochado parque que tengo cerca se llame El Paraíso. Es el mercado, querida: el precio fluctuante, por metro cuadrado, de las jaulas urbanas donde encajonarse me trajo a la periferia. He conseguido ordenar el presente y hacer mío un piso luminoso, suficiente para mis artes y para acoger, cuando vienen a Madrid, a mis cuatro amores, mi pequeña familia. Oteando los alrededores, fui descubriendo el pequeño comercio circundante pero, para abastecerme de mis alimentos un tanto especiales, necesariamente, tenía que ir al centro cada dos por tres, para ir al cine o a impregnarme de arte o encuentros amistosos. Este barrio es una tumba. Sin remedio, para cualquier cosa, tengo que hacer trayectos largos en autobuses abarrotados. Voy y vengo. Vengo y voy. Me gusta el silencio, tengo mucho silencio, pero me pone triste este enclave urbano, desértico de vida y gente, de sorpresas y belleza. Me he vuelto más eremita aún; parezco la “vieja del visillo”, cuando atisbo por la venta un coche que pasa o escucho una voz fantasmal que retumba en la noche.

Estas Navidades pasadas, mi nieto Omar de dos años, estuvo conmigo una tarde entera, llenando la casa de su maravillosa energía, jugando, riendo y corriendo. En un momento dado se asomó a la ventana durante un rato largo. Volvió su guapa cara y me dijo, serio, “no hay nadie”. Y lo hizo varias veces más, repitiendo, “no hay nadie”. Así es Omar, en este lugar del barrio de Simancas, parece no haber nadie en la calle nunca y eso me empotra más en esta jaula, bonita y mía.
No hay nadie…

Cuando ahora esto escribo, desde el confinamiento mundial y obligatorio que nos ha coronado a la Humanidad entera como reyes y reinas de nuestro país interior, continente ignoto, convento trapense, laboratorio Frankenstein de nuestras casas, chabolas o palacios, me asomo a la ventana. Sí, no hay nadie, nadie pasa, nadie pasea, nadie corre o ríe. A través de infinitas imágenes en televisión y prensa se que no hay nadie en las calles, en los parques, en las carreteras, en los aeropuertos, en las estaciones, en los campos. Estamos todos en los países interiores, conectados a viajes cósmicos para no sufrir el confinamiento. Me pregunto cómo voy a reaccionar cuando me vuelva a encontrar en las calles llenas de gentes. Tampoco se si se podrá besar, abrazar o conversar sin un antifaz en la boca. Todos vamos a salir distintos a esa libertad que intuyo mermada irremediablemente, tengo sospechas. Los seres humanos muertos, contados en estadísticas internacionales por la pandemia del Covid-19, serán las víctimas oficiales. Los seres vivos que sobrevivan afrontarán una etapa difícil, económica y social. Toda la gente del mundo quedará tocada.

No hay nadie.

La Naturaleza se ha liberado de nosotros y se ha extendido, libre y fecunda, en esta primavera tan rara. Miro por la ventana, no hay nadie en la calle, pero intuyo a cada ser humano, recluido e íntimo en su hogar, expandiendo su esencia e imaginación. Medito por las personas que no tienen casa, techo o lugar seguro; los más vulnerables y frágiles. Ahora, millones de personas están paradas en seco menos las que prestan servicios esenciales. Después de esto, ¿habrá una reflexión de cómo tratamos a la Madre tierra y a nuestros semejantes? Mi esperanza de una humanidad repleta de amor, fraternidad y conciencia es mi anhelo. Deseo una nueva vida para todos, un cambio de paradigma dentro de este suceso histórico de primera magnitud. Yo, en eso estoy.