Recuperarse de una mudanza es como la convalecencia de una operación de trasplante. Una mudanza espacial, de casa, lugar, habitáculo, cueva o palacio es un parto y una muerte y un renacimiento. Hay personas dinámicas y ligeras que habitan distintos lugares como golondrinas. La mayoría de las personas se afincan y construyen un territorio personal en donde se acumula pasado, objetos y vivencias, tan petrificados al cabo del tiempo como una roca. Ciudades, casas, pisos; los urbanitas estamos encajonados en atmósferas pequeñas y, generalmente, putrefactas: una casa colmena en una colmena desproporcionada y caótica que se une a otras colmenitas y convierte en ciudad, un hormiguero, ahí habitamos nuestros pequeños mundos.

Hace más o menos un año que he salido de una guarida que terminó habitándome a mi. Un piso cerca de un parque mítico, en una esquina asomada al mundo. Obligada por las circunstancias, empujada por la ley y liberada de una rutina que de puro confortable casi me enferma de tedio, se tuvo que vender la casa, repartir la ganancia con el otro dueño e irme. Buscar un nuevo lugar en una gran ciudad como Madrid fue como encontrar una aguja en un pajar.

Antes, tuve de desalojar rincones, escamondar la vida pasada y tirar -casi todo- para liberar el estancamiento. Cosa nada fácil si se toma en consideración que “mis obras de arte” tenían que ser salvadas; telas pintadas, esculturas de reciclaje, cientos de dibujos y cuadernos, vestuario, libros, muchos libros. Lo demás, fuera. Desapego, una gesta dolorosa.

Emergieron todas las Juanas que hay en mi, mis múltiples yoes, mis caretas, mis disfraces, mis personajes, mis estratos, mis recuerdos, mis trastos. A las puertas de la mudanza estaba todo tirado, sucio, revuelto, convertido en un vertedero caótico; me preguntaba yo, esos montones de cosas, ¿son mi vida, mi percepción de mí misma? Los escombros que regalé, tiré y doné tuvieron su importancia en sus días, pero, al cabo del tiempo gastado, ¿a quién le importan? A quien quiso aprovecharlos.

Nada nos pertenece: ni lugares, ni personas, ni cosas. En la vida, los miles de prestamos que compramos o rescatamos son materia con contenido sentimental, nada más. No son de nadie, pero por esas cosas podemos hasta matar a alguien o ser matados por un ladrón. Las riquezas crean intranquilidad, hay que conservarlas. Si las roban… Los privilegios, las coronas, los dineros, también. Todo puede desaparecer de un momento a otro. Defenestrados por la vida. A la puñetera calle, a la mierda, a la horca.

La pequeña muerte de una mudanza de casa ha sido regeneradora, como cambiar de esqueleto y crecer. Por fortuna, no he tenido que salir de un país en guerra y atravesar muchos países para acogerme en paz y sosiego en alguno que me diera asilo, como están haciendo millones de seres humanos en esta época, en un éxodo tremendo e injusto. Mirado desde esta perspectiva sólo era un piso, un lugarcito gastado. La epopeya era mover el culo. Tener suficiente energía para cambiar de vida. Ay, la vida te cambia aunque no quieras, eso es lo bueno. No elegimos tanto como creemos. La vida nos vive.

Las madrigueras hogareñas que nos conceden pasillos laberínticos para escapar del exterior te las puede hocicar un hurón o desmoronar unas lluvias pertinentes. Siempre hay algo que acecha, ocupas intangibles, hasta fantasmas. Ocupamos lugares que fueron de otros y en donde murieron otros y en donde los recuerdos impregnados en las paredes, incordian.

La muerte, ese paso de deshabitar un cuerpo físico para caminar con los trastos del alma hacia la verdadera casa del Ser, es más placentera si entregamos las llaves como en la Rendición de Breda de Velázquez, con todo el vestuario encima, las lanzas de los combates ganados y la cortesía de quien sabe que no pierde nada, si no que, al entregar las llaves del cuerpo físico, se libera de la guerra humana.

Creo haber recolocado los restos del naufragio en otro lugar más luminoso y nuevo. Algunas Juanas se han quedado por el camino desaparecidas como espectros, Mis cuadros, dibujos, esculturas y escritos ocupan gran parte de otro piso urbano, cadáveres de miles de horas de trabajo que yo llamo arte como podría decir labor o entretenimiento, meditación o juego. En esas cosas, objetos y formas, están las Juanas del pasado. He sido aposentadora real de mis reales alcobas como ese don José Nieto de Las Meninas que era el verdadero Velázquez -no el auto retratado pintor- el que aposentaba, el que abría espacios reales, de un palacio a otro, de un viaje a otro, para que la Corte se moviera, un trabajazo de órdago.

Yo habito esta vida que se me ha concedido con escenarios distintos y cambios de personaje. Maquillo mi pequeña nada para divertirme, disimular o parecer otra, el juego de los espejos y de la apariencia. Sé que la gran Casa es la Madre Tierra. Visitarla en su esencia te dona jergón de suelo, techo de estrellas y muebles incómodos.

El consuelo es que se muere ligero de equipaje a barrios intangibles con vecinos traslúcidos. Un lugar en el Universo. Mientras, en esta estancia efímera de la vida terrenal, lo verdaderamente propio es el metro cuadrado donde aposentar cada día los pies y tenderse para dormir, un préstamo caro que te ancla y succiona. Cuidado con la propiedad, es mentira, no poseemos nada.

Juana Andueza

Lo han escrito tantos -tantas veces- eso de que la pintura es como la cocina. Lo he comprobado yo -tantas veces- el arte es como cocinar. Los seres humanos re-creamos constantemente, con el fuego del alma, el brasero de la imaginación y el sopicaldo de la sangre borboteada, casi todo lo que produce la Gran Patata Madre Tierra.

Arte y Vida es lo mismo: un gran juego en el que algunos seres estamos -con delantal y cacharrería- para aprender y dar. Para recibir y dar. Volteando varias veces al aire esa tortilla jugosa de la vida que nunca se quema si se cuida, que cuaja cuando quiere y que para consumirla, hace falta hambre.

El primer llanto del ser humano es por hambre. El instinto busca la ubre. Se necesita comer para combustionar la energía propia. Se necesita arte para alimentar el alma. Si no hay arte en la vida todo es comida basura. Hay arte en todo, si se sabe degustar, aunque los sabores sean amargos, picantes, ácidos o salados. Cualquier suceso es un ingrediente, cualquier ojo es un recipiente, cualquier palabra es la especie justa.

El talento es un capacho que se trae de la manita al nacer, en el fondo del recipiente hay ingredientes propios; nunca se acaba si se usa, esa es la magia del artista; cuanto más saca, más hay. Como dicen los Maestros, todo lo que no se da, se pierde. El capacho de una coneja convertida en maga, como yo, ha extraído materia del fondo infinito de su capacho. Las manos sacan, procesan y se materializan las recetas que están escritas en el aire. Vivir en la cocina ambulante de la vida no necesita más fogón que el campo, el parque, la calle, el océano o un sótano…

Tienen prestigio antiguo los hombres cocineros, los hombres artistas, los hombres científicos, los hombres que hacen paellas sangrientas con sus delirios de poder. Pero las cocineras del mundo han sido siempre las mujeres, en sus hornillitos, o fuegos, con sus vientres, menudo horno, dioss…

Algunas mujeres que hemos nacido artistas, con bisabuelos pintores, o no, como yo. Con un entorno propicio, o no, como yo. Con una preparación académica, o no, como yo, nos hemos dado, al cabo de los años, el diploma de la academia más anónima: ser autodidacta es una caída al vacío. Como le pasó a mi Alicia querida, me he precipitado mil veces en el torbellino de mi ignorancia, sin dejar de atizar mi fogón vivencial, sin quitarme el mandil, sin quitarme el humor, el pincel, el cuchillo o la escenografía teatral. Sin tener una familia femenina cercana, las amigas-hermanas que me ha regalado la vida, me han donado recetas de sus propias vidas, en la que yo he sido cazuela, especia, carne de ballena, hacha, bombona de gas, sal, coneja, tamiz, mantel, pez volador, aceite, tartera, servilleta, bebida, pan tierno, bayeta…

El festín de Elennette.

Elena Santonja Esquivias, adorada, querida y conocida por muchísimas personas a lo largo de su larga vida ha sido chef de su jugosa vida y pinche sin experiencia en la mía. Quince años mayor que yo, con lo que eso significa en una vida apasionada, se dejó amar por mí, sin ponerla pedestal alguno, con respeto y holgura. Hay amistades que necesitan fermentación. En plan tonelete, yo he reposado durante años su amistad sin imponer nada, escuchando sus infinitas anécdotas sin meter baza, sobre todo, estando tranquila dentro de su corazón. En algunas ocasiones, me la llevé de viaje a lugares lejanos, en los que intentaba tirarme por la borda en cuanto aparecía alguien dispuesto a compartir sus caprichos pero, en cuanto se descuidaba, yo me encaramaba de nuevo a su risa y, por allí, navegábamos sin rumbo.

Seductora, brillante y divertida, el festín de su abundante mesa personal, en la que estaba desplegada toda la batería intelectual para prolongar cada almuerzo hasta la noche, me ha regalado exquisitas migajas. En éste último año de su vida, me ha dejado rebanarla en lonchas finas, para una salmuera de conversaciones íntimas. Tras comerse la vida a bocaos, Elena ha tenido que hacer una digestión difícil y reposada en su cuarto, lleno de recuerdos; eso me ha permitido una intimidad excepcional, en muchas tardes de visita y servicio. Al lado, en la cocina, hemos conversado, bebido tazas de té, mojando risas y verdades.

Elena me ha dejado la mesa puesta y un curso de capacitación para usar, no el nitrógeno, sino los ingredientes precisos para nutrir, día a día, mi vida con amor y humor. Yo le he dado todo lo que ha querido.

El misterio de la muerte. En esos otros planos de la existencia, ¿estará ahora Elena en el vestíbulo de las almas, en donde se espera y se comprende ésta experiencia vital? Ay, tantos encuentros la esperan en el festín más sutil de todos. Pienso en eso mientras friego mis platos junto a un chorrillo de lágrimas alegres. Al llegar a ese lugar, cuando yo muera, preguntaré por Elena, a ver si me tiene reservado un buen lugar en una mesa opulenta, abundante y bellísima, presidida por el Gran Chef de todo esto, el Cocinero de nuestra Existencia. Hasta entonces, aún sin ella, me toca vivir y vivir y vivir…